Por Alfredo M. Cepero

Director de www.lanuevanacion.com

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Es una verdad incontrovertible que cuando un pueblo mata a sus niños se queda sin futuro y comienza una pendiente hacia un abismo que lo lleva irremisiblemente a su desaparición.

El Covid 19 no es la única condición médica que los demócratas han politizado en los Estados Unidos. El aborto se lleva el premio. Ahora bien, ambos partidos han hecho del aborto el centro de sus programas políticos. Los demócratas lo promueven mientras los republicanos lo condenan. Todo esto ha hecho que los demócratas se hayan convertido en el “Partido de la Muerte” mientras los republicanos sean considerados como el “Partido de la Vida”.  A tal punto, que en uno de sus recientes discursos Donald Trump haya dicho: “Estamos hartos de que nos hable de ciencia  un partido que dice que los hombres son mujeres, que las mujeres son hombres y que se puede matar a los bebés hasta después de haber nacido”.

Para encontrar un hecho similar a este asesinato masivo de niños tenemos que remontarnos a la “Matanza de los Inocentes” perpetrada por Herodes el Grande y narrada por Mateo en Mt 2, 16-18 como parte del Nuevo Testamento. En el relato evangélico, Herodes I el Grande es «el arquetipo de todos los sanguinarios» que no dudan en sacrificar a inocentes indefensos con tal de mantenerse en el poder. De allí proviene el sobrenombre por antonomasia de «inocentes». Desde entonces, Herodes ha sido considerado como el representante del diablo en la Tierra como lo son hoy los miembros de un Partido Demócrata que promueven sin ningún pudor el aborto al por mayor.

Para entender mejor este espinoso tema hagamos un poco de historia. Antes de 1840 el aborto al por mayor campeaba por su respeto en los Estados Unido sin el menor estigma para las mujeres que se sometían a tal procedimiento. En ese tiempo, el sistema legal americano utilizó la llamada “Doctrina Quickening” del Derecho Común inglés para decidir la legalidad del aborto. El Quickening se producía cuando una mujer en estado de gestación sentía moverse el feto en su seno materno, típicamente entre el cuarto y el sexto mes del embarazo. Cualquier aborto realizado con posterioridad al Quickening era considerado un delito, pero sólo de menor cuantía.

Para 1900, todos los estados de la Unión Americana habían adoptado leyes que prohibían el aborto en cualquier etapa de la gestación. En 1959, un grupo de profesionales del “American Law Institute”, redactó una ley modelo proponiendo la flexibilización del aborto con excepción de los casos de violación, deformidad del feto o el estado mental o físico de la mujer. Pero el cambio drástico se produjo en 1973 con el fallo del Tribunal Supremo de los Estados Unidos conocido como Roe v. Wade, legalizando el aborto en los 50 estados de la Unión Americana. Al amparo de este fallo, desde 1973 a la fecha se han realizado 62 millones de abortos en los Estados Unidos. El equivalente a los 62 millones de habitantes combinados de los estados de California y Texas, los dos más populosos de este país.

El fallo de Roe v. Wade eliminó toda protección legal a los seres humanos antes de su nacimiento. Su legado de muerte, dolor y destrucción ha producido millones de muerte antes del nacimiento y aún después del parto. Una astronómica cantidad de mujeres tan traumatizadas por el aborto que han pasado años para encontrar la paz y la sanación. Hombres martirizados por la frustración de no poder proteger a un niño engendrado por ellos. Y una sociedad crecientemente maldita por la tolerancia y la aceptación de actos que destruyen la vida humana. Hasta la difunta magistrada izquierdista del Tribunal Supremo, Ruth Bader Ginsburg, expresó su inconformidad sobre el fallo de Roe v. Wade cuando afirmó: “Esta drástica intervención judicial fue muy difícil de justificar y parece haber provocado este conflicto en vez de resolverlo.”

Pero la desesperada carrera de los demócratas hacia la reducción de la libertad individual y el establecimiento de un gobierno todopoderoso ha pasado del Capitolio y la Casa Blanca al mismo Tribunal Supremo, una institución designada por los constituyentes para dirimir los conflictos entre los poderes legislativo y ejecutivo. Una señal ominosa es la decisión del Presidente Biden de sustituir al renunciante magistrado Stephen G. Breyer—que dicho sea de paso fue obligado a renunciar—con una mujer de la raza negra. ¿Desde cuándo el sexo y la raza son elementos determinantes en la capacidad de una persona para ejercer un cargo tan determinante en la vida de una nación? ¿Qué ha pasado con el conocimiento de la ley, los antecedentes profesionales y el temperamento para decidir el cargo conforme a derecho y no por caprichos ideológicos personales del magistrado en cuestión?

Dicho sea de paso, esos tres requisitos fueron violados en ocasiones por distintos presidente de los Estados Unidos a la hora de designar magistrados al Tribunal Supremo. El resultado ha sido tan negativo que nos permite predecir con bastante certeza la forma en que votaran los actuales magistrados del Supremo con respecto a la persona que sea designada por el Presidente Biden.

Para entender este rompecabezas vamos a calificarlos según sus tendencias ideológicas. En la derecha firme están Clarence Thomas, Samuel A. Alito y Neil M. Gorsuch. En la izquierda intransigente están Elena Kagan, Sonia Sotomayor y Stephen G. Breyer. Los dos impredecibles son Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett. Y, como siempre, en la cerca el Presidente del tribunal, John Roberts, designado por George W. Bush.

Si Robert quisiera nombrar a la persona designada por Biden tendría que convencer a Brett Kavanaugh o a  Amy Coney Barrett para que votaran con él y con los tres izquierdistas. Pero, en este momento, nadie puede predecir el desenlace porque todavía falta una batalla en el Senado que, como diría mi amigo Francisco Cortina, será para “alquilar balcones.”

A mayor abundamiento, en el centro del sistema legal americano, encontramos la promesa de que todos los seres humanos deben de ser protegidos de cualquier tipo de violencia que les cause un daño irreparable. Dicha promesa es hecha en distintas formas por la Constitución, la Declaración de Independencia, al igual que en el Derecho Común Inglés, los Diez Mandamientos y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Además, la existencia del derecho básico y deber fundamental de NO MATAR está sentado sobre cimientos sólidos.

No hay forma alguna de negar que el aborto es un asesinato. En una etapa primitiva de la ciencia era posible creer que el embrión o el feto eran algo inerte o vegetativo hasta el momento en que sus movimientos eran sentidos por la embarazada. Pero hoy sabemos que el embrión no es solamente una celda con potencial de vida, como una esperma  o un óvulo, o una parte cualquiera del tejido humano.

Por el contrario, es un organismo con vida independiente que comienza su existencia en el momento de la concepción, y en todas las etapas de la biología humana, desde la infancia y la niñez hasta la madurez y más allá de ella. En conclusión, es parte de un proceso continuo que comenzó desde el momento en que un espermatozoide cohabitó con un óvulo. Todo esto quiere decir que los promotores de la llamada “libertad de opción” tienen la obligación de explicarnos por qué el aborto no es un asesinato.

La otra cara de la moneda la encontramos en las sabias y estimulantes palabras contenidas en Juan 16.21 donde leemos: “Cuando la mujer está para dar a luz, tiene aflicción, porque ha llegado su hora; pero cuando da a luz al niño, ya no se acuerda de la angustia, por la alegría de que un niño haya nacido en el mundo”.  Al mismo tiempo, es una verdad incontrovertible que cuando un pueblo mata a sus niños se queda sin futuro y comienza una pendiente hacia un abismo que lo lleva irremisiblemente a su desaparición.

2-1-22

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