Por Alfredo M. Cepero
Director de www.lanuevanacion.com
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Para mí, las víctimas son víctimas por encima de toda otra consideración de raza, religión o militancia política.
Ha transcurrido más de un mes desde la masacre de Uvalde, en Texas, y la prensa militante de la izquierda no se cansa de repetir los grotescos detalles. Aunque fallecidos, esos muertos seguirán en las listas de votantes y votarán por candidatos del Partido Demócrata. Además, sus muertes serán utilizadas por los demócratas y por su prensa aliada para convencer a muchos vivos de que no voten por candidatos del Partido Republicano. Ese es el estado deplorable de la gran prensa de izquierda en los Estados Unidos de América. Por otra parte, la masacre de Uvalde adquiere una dimensión política porque Texas está gobernada por el republicano Greg Abbott. Si Abbott fuera demócrata “otro gallo cantaría”. Porque esta prensa—con tal de atacar a los republicanos—está dispuesta a sufrir pérdidas financieras, tal como las está sufriendo.
Ahora bien, para quienes ponemos la compasión por encima de la política la tragedia de Uvalde tiene una dimensión humana que no puede ser descrita con simples palabras. Tiene que ser experimentada en carne propia. Sólo los padres, los esposos y los hijos de los asesinados saben el dolor desgarrador que es haberlos perdido en forma tan violenta y tan descabellada. Por eso aprovecho la oportunidad que me da este artículo para enviarles mi más sentido pésame. Para mí, las víctimas son víctimas por encima de toda otra consideración de raza, religión o militancia política.
En cuanto a la prensa, recuerdo siempre las enseñanzas de mis profesores en la Escuela de Periodismo “Manuel Márquez Sterling”, en La Habana. Siempre acentuaban que la prensa es “el cuarto poder” dentro de una funcional democracia representativa. Algo así como el antídoto contra la corrupción y la demagogia de los políticos de turno. Pero eso lo decían porque no conocían esta prensa norteamericana del Siglo XXI. Esta prensa no acepta ser “cuarto poder” porque actúa como si fuera el “primer poder”. Y lo usa para proteger y promover a sus aliados de la izquierda política.
Por eso, pone su ideología por encima de los intereses del pueblo que está supuesta a servir. Por eso, ignora los muertos en Nueva York, Los Ángeles o Chicago, todas ellas ciudades gobernadas por miembros del Partido Demócrata.
Hablemos de Chicago. Para el 2010, la tasa de homicidios de Chicago había superado las de los Ángeles y Nueva York. Para el 2015, la tasa de homicidios de Chicago había ascendido a 18.6 por cada 100,000 habitantes. Y para el 2016, Chicago había sufrido más homicidios y víctimas por armas de fuego que Los Ángeles y Nueva York combinados. A finales del 2020, la tasa de homicidios en esa ciudad había ascendido al porcentaje astronómico de 28 muertos por cada 100,000 habitantes.
Pero su alcaldesa, Lori Lightfoot, ni siquiera se inmutaba. Por el contrario, se aprovechaba de su condición de negra y de mujer para hacer total despliegue de su arrogancia. Podía atacar de racista o de discriminador de género a quien se atreviera a atravesarse en su camino de incapacidad administrativa y de indiferencia ante la orgía criminal contra los habitantes de Chicago. Y tenía otra sorpresa bajo la manga. La líder de la tercera ciudad del país les dijo a los periodistas de raza blanca que no se molestaran en solicitar entrevistas porque sólo las concedería a periodistas de raza negra. ¿Cómo es posible que nadie tuviera los “bemoles” de acusar a esta mujer de racismo?
Pasemos a Nueva York donde su alcalde, el exguerrillero sandinista Bill de Blasio, desató una guerra contra el Departamento de Policía de la ciudad cuando advirtió a su hijo mestizo que desconfiara de los agentes del orden. El sindicato del Departamento declaró que de Blasio lanzó a los policías “debajo del ómnibus.”
Pero el colmo de la demagogia y de la humillación fue personificado por el alcalde de los Ángeles, Eric Garcetti, cuando tuvo que retirar la petición de despliegue de la guardia nacional durante los motines que siguieron a la muerte de George Floyd. Garcetti pidió perdón de rodillas por haber hecho la solicitud, pero le sirvió de muy poco. Unas horas más tarde, los manifestantes se congregaron frente a su propia casa. Así pagan las fieras cuando el domador se arrodilla.
Al mismo tiempo, a la alcaldesa demócrata de la zurda ciudad de Seattle, Jenny Durkan, le salió el “tiro por la culata” cuando utilizó una ironía para describir los saqueos en su ciudad de “las vidas negras valen”. En una entrevista con el defenestrado Chris Cuomo, de CNN, la Durkan le restó importancia a los saqueos y dijo que todo se trataba de “un verano de amor”. Cuando las críticas a sus declaraciones ganaron en intensidad, la demagoga tuvo que dar marcha atrás.
Echemos ahora una mirada a las muertes que si son mencionadas y hasta glorificadas—con justificada y absoluta razón—por la totalidad de la prensa norteamericana, tanto la de izquierda como la de derecha. Me refiero a los héroes americanos que han ofrendado sus vidas defendiendo la libertad y el bienestar de naciones y pueblos en todos los rincones del mundo.
Desde el 12 de abril de 1861, en que los confederados enfilaron sus cañones contra el Fuerte Sumter, en la Bahía de Charleston, Carolina del Sur, hasta la reciente fuga en desbandada de Afganistán más de UN MILLON DOSCIENTOS MIL americanos han muerto en conflictos armados. El mayor número de bajas fueron los 600,000 muertos de la Guerra Civil. Esos muertos—en su mayoría de raza blanca—ofrendaron sus vidas por la libertad de los esclavos de raza negra. Una guerra tan cruenta que un soldado tenía 13 veces más probabilidades de morir en la Guerra Civil que en el conflicto de Vietnam.
Los otros 600,000 caídos estuvieron distribuidos en 117,000 en la Primera Guerra Mundial, 407,300 en la Segunda Guerra mundial, 58,220 en Vietnam, la guerra que se pudo haber ganado, 4,431 en Iraq y 2,448 en Afganistán. Todos estos muertos sagrados merecen nuestra gratitud imperecedera porque ellos han hecho de los Estados Unidos el faro de la libertad en el mundo.
Ahora bien, la guerra con el mayor número de bajas y de mayor impacto sobre el siquis americano no ha tenido lugar en las playas de Normandía o en las arenas de los desiertos del Oriente Medio. Esa guerra está teniendo lugar—en estos mismos instantes—en nuestras calles, en nuestras escuelas y en nuestros centros comerciales.
Es una guerra fratricida de americanos matando a americanos. Una guerra que supera en CIEN MIL—un total de UN MILLÓN TRESCIENTOS MIL para ser exactos—a las bajas en todos los conflictos militares de los Estados Unidos en todos los tiempos. En esa guerra, según la ONG Everytown For Gun Safety, muere un promedio, 40,620 personas cada año por armas de juego. Y según la Prensa Asociada, en los 40 años entre 1980 y 2020, 1.3 millones de americanos sufrieron una muerte violenta. Para una izquierda que no quiere una nación sino una selva poblada por numerosas tribus que se odien entre sí y estén dispuestas a depender de un gobierno central estos muertos no son seres humanos sino estadísticas impertinentes que tienen que ser ignoradas.
6-7-22