Alfredo M. Cepero

Director de La Nueva Nacion

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Hay que saber vivir pero más importante es saber morir. Morir con las botas puestas. 

La vida de los creyentes es como un suspiro en la inmensidad del tiempo sideral dentro del cual opera el Creador del Universo. La esperanza de estos creyentes es una vida eterna. Por el contrario, la existencia de los no creyentes—a quienes calificamos de ateos porque niegan la presencia de Dios en su mundo—es vivir negando los milagros de una Creación que es obvia a nuestros cinco sentidos. La vida de los agnósticos—que ni niegan ni afirman la existencia de un Creador—es un divagar azaroso y sin propósito que termina en esa compañera inescapable que es la muerte.

Los creyentes, por nuestra parte, le hemos dado a ese Creador diferentes nombres según nuestras culturas, nuestras vivencias y nuestras creencias. Algunos lo llamamos Arquitecto del Universo mientras otros lo identificamos como Dios—con sus variantes de Eloah, Elohim, Hashem, Jehová y Shejiná—le rezamos con devoción y nos arrodillamos en señal de adoración. En los primeros hay una connotación humana y en los segundos una connotación divina. Pero todos—absolutamente todos— navegamos la inmensidad del espacio en esta nave que llamamos Tierra. Por lo tanto, los buenos y los malos, los creyentes y los ateos, somos parte de la  misma tribu.

Pero eso no quiere decir que todos seamos iguales y ni siquiera que seamos parte de la misma familia. “Juntos pero no revueltos”, dice la frase popular. Cada quién abre su propio camino. Como dijera Antonio Machado: “No hay camino caminante, se hace camino al andar”. Somos los arquitectos de nuestros éxitos o los albañiles de nuestros fracasos. Conozco a muchos mediocres que son hijos de hombres geniales. Conozco a muchos padres mediocres que son padres de hijos geniales. Por otra parte, tampoco creo en la suerte. Creo en el carácter, que es como el GPS que determina nuestro rumbo y nos conduce a la meta que elegimos como destino. 

Volvamos al camino. No conozco hombre alguno que no haya sufrido algún descalabro en el curso de su existencia. Sobre todo si ha tenido una vida larga. Pero como ha dicho alguien cuyo nombre no recuerdo en este momento: “Lo importante no es caerse sino saber levantarse”. Y es ahí donde entran en juego los principios, las conductas y las aspiraciones que llevamos en nuestras mochilas.

Una proporción considerable de los seres humanos nos pasamos la vida defendiendo principios, conductas y aspiraciones que hemos aprendido desde la niñez. Esos principios pueden ser de derecha o de izquierda, católicos, o protestantes.  Esas conductas pueden ser gregarias o privadas. Y esas aspiraciones pueden ser asequibles o inalcanzables. Pero lo más importante no son los principios, las conductas y las aspiraciones. Lo más importante—casi imprescindible—es ser consistentes con nuestros principios, conductas y aspiraciones que nos identifican como un hombre íntegro. Jamás un “cambia casacas.”

Ilustro esta afirmación con una anécdota. En los muchos años que dediqué al periodismo tuve un compañero—si compañero porque no  dejo que los comunistas me roben esa palabra que identifica al hermano que hemos escogido—de gran colorido a quien no le importaba cambiar de casaca ni que nadie se lo echara en cara. Este señor había sido “autentico” toda su vida. El 11 de marzo de 1952—un día después del “golpe de estado” de Fulgencio Batista—se levantó dándole “vivas” al golpe. Un amigo lo llamó aparte y le echó en cara su cambio de militancia. La respuesta fue “cantinflesca”. Le respondió “Yo no cambié, el que cambió fue el partido.” Él seguiría en el gobierno ya fuera Carlos Prío o Fulgencio Batista.

Enfoquemos a continuación los efectos del transcurso de tiempo—ese dictador implacable—sobre las normas que hemos escogido para el camino en este planeta. Ustedes y yo sabemos que el transcurso de los años tiende a hacernos más tolerantes, más amables y, en gran medida, más vulnerables. Los temas que defendíamos con vehemencia—y a veces hasta con violencia—cuando teníamos 30 años de edad ya no los sostenemos con igual intensidad a los 70.

Ese es el error garrafal que comenten muchos. No se puede volver a nacer. Los principios  que sostuvimos a los 30 debemos sostenerlo a los 70. De lo contrario perderemos el respecto a nosotros mismos y eso equivale a suicidio. Hay que saber vivir pero más importante es saber morir. Morir con las botas puestas. 

7-25-23