Alfredo M. Cepero

 

Discurso pronunciado por Alfredo M. Cepero, Secretario General del Partido Nacionalista Democrático de Cuba, en la Sociedad “La Unión Martí-Maceo” de Ibor City, Tampa, Estado de la Florida, el 7 de diciembre de 2008 con motivo de la conmemoración del 112 aniversario de la caída en combate del Lugarteniente General Antonio Maceo y Grajales en el potrero de San Pedro, Provincia de La Habana.

Doctor Aaron Smith, Presidente de la Sociedad  La Unión Martí-Maceo.

Doctora Remember Maceo, sobrina-nieta del glorioso general.

Funcionarios locales que nos visitan

Dirigentes de organizaciones cívicas y patrióticas cubanas.

Amigos de otras nacionalidades que nos acompañan esta tarde.

Cubanos y cubanas que comparten con nosotros la lucha, el camino y la esperanza.

Damas y caballeros:

Cuando mi amigo y coterráneo el Dr. Osberto Fernández, uno de esos escasos cubanos que hacen patria sin hacer ruido, me notificó que había sido seleccionado para pronunciar este panegírico en honor al Lugarteniente General Antonio Maceo experimenté al mismo tiempo un gran honor y una inmensa responsabilidad. Después de todo, somos muy pocos los cubanos que contamos con una hoja de servicios a la patria con suficientes méritos como para justificar ser dignos expositores de las cualidades y virtudes que adornaron al protestante indomable de los Mangos de Baraguá. Una figura de tales dimensiones que hasta el día de hoy supera las páginas de nuestra historia para convertirse en la historia misma de nuestras guerras por la independencia. Quién les habla admite sin reticencias carecer de los méritos para ser digno expositor de la dimensión gigantesca de aquel hombre extraordinario que fue arquetipo de las mejores virtudes de nuestro gentilicio. Sin embargo, acepté el honor porque estaba convencido de que cualquier deficiencia de mi parte sería compensada por mi admiración por el héroe.

Una admiración que comenzó cuando cursaba mis primeros grados en una humilde escuela pública de mi pueblito natal de Amarillas, en la Provincia de Matanzas. Desde un cuadro en la rústica pared parecía saltar a galope tendido un guerrero magnífico que machete en mano desafiaba al enemigo español para echar los cimientos de la nación cubana. La maestra me dijo que se llamaba Antonio Maceo y ya nunca mas olvidé su nombre ni pude escaparme del embrujo de su leyenda. Andando el tiempo, y ya en la Universidad de La Habana, el sacerdote franciscano Luis Zabala, Director de la Revista Católica Quincena, me pidió un articulo sobre el héroe de Mal Tiempo para su edición de junio de 1956. En esos años de mi juventud, me encontraba contrariado y escéptico ante el medio siglo de malversaciones, injusticia social, inseguridad ciudadana y atentados contra la democracia perpetrados por nuestros gobernantes. Todos ellos tolerados por un pueblo que, desde la instauración de la República, había dilapidado la herencia de nuestros mambises. Por eso titulé aquel artículo: “Maceo se nos hace necesario”. Esta tarde, después de medio siglo de tiranía y barbarie, creo que todos estamos de acuerdo en que, en este 2008, Maceo se nos hace mucho mas necesario que en 1956.

Por lo tanto, me parece oportuno y hasta necesario, valga la redundancia que es totalmente intencionada,  que bebamos en la fuente de coraje, patriotismo y entrega de aquel cubano sin paralelos si en verdad queremos llevar a una conclusión feliz nuestra lucha actual por la libertad de Cuba. Para ello, pido su indulgencia y su compañía para que hagamos juntos un breve recorrido por la vida—al mismo tiempo fascinante, azarosa y trágica—de aquel hijo de Mariana y de Marcos que nació predestinado para la inmolación y para la inmortalidad. Todo comenzó cuando a mediados del Siglo XIX, Marcos Maceo emigró de Venezuela a Santiago de Cuba en compañía de su madre y tres hermanos. Había escapado con vida de las guerras por la independencia en ese país y venía en busca de sosiego y de prosperidad en Cuba. Pero los hombres con inquietud de justicia y vocación de servicio están mas destinados al riesgo y al sacrifico que al disfrute apacible de la vida. Fue así como, andando el tiempo, Marcos y seis de sus hijos abandonaron prosperidad y familia para regar con su sangre el árbol de la nacion cubana. Sin temor a caer en exageraciones podemos afirmar que ninguna otra familia ha pagado un precio tan alto por la libertad de Cuba.

No estuvo, sin embargo, totalmente exenta la vida de Marcos de verdaderos momentos de felicidad y de sosiego. Poco tiempo después de llegar a Santiago conoce a una dama de porte altivo, mirada firme y andar cadencioso que había quedado viuda con cuatro hijos varones de su primer matrimonio. Mariana Grajales conquistó a Marcos Maceo con la fuerza y la intensidad que años mas tarde su hijo Antonio llevaría la guerra de un extremo a otro de la Isla. De esa unión nacieron siete hombres y dos mujeres. El primogénito vio la luz el 14 de junio de 1845 y se le puso por nombre Antonio de la Caridad Maceo y Grajales.

 

De su padre aprendió Antonio procedimientos para el cultivo y la administración de las fincas adquiridas por el venezolano con sudor y esfuerzo, así como los rudimentos de las artes militares, perfeccionadas mas tarde bajo la mano diestra del viejo Máximo Gómez. De su madre aprendió una acendrada vocación a la justicia y un amor entrañable a la libertad. A Mariana se le atribuye el compromiso de su marido y de sus hijos con la independencia de Cuba y su ingreso en el Ejército Libertador. Por eso Mariana Grajales no tiene paralelos en nuestra historia. Surge entonces la pregunta obligada en las mentes incrédulas ante tanta entereza. ¿Qué alquimia prodigiosa y desconocida contenía el vientre de aquella matrona maravillosa que, como las madres de Esparta, paría hombres temerarios que desafiaban a la muerte con la mirada imperturbable de los predestinados y sin que le temblaran las manos?

Uno de esos centauros de la libertad fue su hijo Antonio quien, recién cumplidos los 22 años, contrajo matrimonio con la valiente y abnegada María Cabrales, una mujer que lo siguió a la manigua y al exilio sin pronunciar una queja. A los 23, Antonio se suma a las huestes de Carlos Manuel de Céspedes que dio la libertad a sus esclavos y declaró la guerra contra la odiosa y explotadora Metrópolis Española el 10 de octubre de 1868. Lo acompañaban su padre Marcos y su hermano Miguel. Atrás quedaba María en estado de su segundo hijo y una niña pequeña que, junto a su hermanito, moriría poco tiempo después.

Ya en la guerra, su inteligencia natural, su don de mando, su valor frente al enemigo y la seriedad de su carácter a pesar de sus 23 años lo catapultan en menos de un año a teniente, capitán, mayor y coronel hasta que a los 28 años es ascendido a Brigadier General. Su ascenso a Mayor General tendría que esperar hasta casi el final de la Guerra de los Diez Años en 1878, cuando recién había cumplido 33 años de edad. No cabe dudas de que aquel discípulo aventajado de Máximo Gómez se había ganado el ascenso con mucha antelación; pero lamentablemente, ni los riesgos y miserias compartidas en el campo de batalla, habían logrado todavía borrar de la mente de aquellos cubanos, por otra parte honorables, los detestables prejuicios contra el color, la cuna, la riqueza material y el nivel educativo de los seres humanos. Sin embargo, Maceo nunca dio indicios de sentirse discriminado porque su autoestima era tan alta  que jamás se consideró inferior a ningún otro hombre.

En el curso de su carrera militar, el héroe de Sao del Indio participó en mas de 500 combates y entre su bautismo de sangre durante el ataque al Ingenio Armonía en 1870 y su caída en San Pedro en 1896 recibió el impacto de 25 balazos muchos de los cuales habrían resultado mortales para un hombre sin la constitución sólida y corpulenta de Antonio Maceo. Pero si fuerte era su condición física mas fuerte aún eran su equilibrio psíquico, su solidez de carácter, su persistencia en la lucha y su optimismo innato. A tal punto, que se negó a aceptar el Pacto del Zanjón por el que se dio término a la Guerra de los Diez Años, a pesar de que el mismo había sido sancionado por su maestro y mentor Máximo Gómez.  El joven general se subordina sólo a sus principios, decide continuar la guerra y cita al Mariscal Arsenio Martínez Campos para los Mangos de Baragua. Como sabemos, allí se llevó a cabo la famosa protesta que ha pasado a ser una de las páginas más heroicas e inspiradoras de nuestra historia. Pero diez años de sangre, miseria y muerte habían diezmado la voluntad de los cubanos y Maceo, como tantos otros patriotas, no tuvo otra alternativa que el exilio solitario, infortunado, miserable y cruel.

Los sufrimientos, sin embargo, no comenzarían con el exilio. Desde muy joven Antonio Maceo sería abatido por la adversidad. En los 28 años entre su alzamiento el 10 de octubre de 1868 y el momento de su muerte en San Pedro a los 51 años de edad, el 7 de diciembre de 1896, Maceo sufriría la pérdida en combate de su padre y de cinco de sus hermanos, la muerte solitaria de su idolatrada madre en el exilio paupérrimo de Jamaica, la separación forzosa de su amada María y la incapacidad de disfrutar las caricias inocentes de su hijo Antonio, fruto de sus amores con la jamaiquina Amalia Marryatt. Doce de esos años, quizás los más felices de su vida, los pasaría en la manigua cubana y los otros dieciséis, sin dudas los más desgraciados, los pasaría peregrinando sin rumbo por un mundo indiferente y muchas veces hostil a la libertad de Cuba.

Fue precisamente en estos infortunados años que el general renuente al exilio sobrevivió a tres atentados contra su vida en Haití, Santo Domingo y Costa Rica, se enfrentó al frío de Nueva York, paseó por la Cuba peregrina de Tampa y Cayo Hueso, desafió las olas del Caribe, trepó a la meseta de Ciudad México y a los Andes del Perú y trató de domesticar sus bríos de guerrero cultivando su colonia Centroamericana de Nicoya. Pero siempre se sintió como pez fuera del agua. El héroe de Peralejo se consideraba incapacitado para la rutina de la vida empresarial y las duplicidades de las tareas diplomáticas. Después de media docena de fracasados intentos expedicionarios y de innumerables decepciones con falsas promesas de compatriotas y extraños, recibe Maceo la invitación de Martí para unirse a la guerra libertadora del 95 y allá va el indómito hijo de Mariana a ponerse al servicio de la patria. Su única condición que fuera nombrado General en Jefe su mentor el Generalísimo Máximo Gómez y Báez.

Después de un azaroso viaje por mar llegan a Cuba Maceo y un puñado de acompañantes en la goleta Honor a las cinco de la madrugada del primero de abril de 1895. Desembarcan por la Playa de Duaba, cerca de Baracoa, en la Provincia de Oriente. Hacía cinco semanas que había comenzado la guerra con alzamientos simultáneos en Matanzas, Camaguey y Oriente. Durante los próximos veinte días, Maceo y su pequeño grupo de expedicionarios padecieron hambre y sed, deambularon por lodazales y se abrieron camino a través de intrincadas selvas tratando de escapar de fuerzas regulares y de guerrilleros al servicio de España. Ya con los pies hinchados al punto de casi no poder andar se encuentra finalmente el General con tropas mambisas al mando del Coronel Félix Ruenes al amanecer del 20 de abril. Unos días más tarde, repuesto de la terrible experiencia y en buen estado de ánimo, escribe a su adorada María que ha tomado el mando de las tropas en la Provincia de Oriente y que cuenta con un contingente de seis mil hombres bien armados. Comienza en este momento el ascenso ininterrumpido hacia la inmortalidad de este brillante táctico y estratega que, en los próximos 20 meses, escribiría páginas en la historia de las artes guerreras que son estudiadas hasta nuestros días en numerosas escuelas militares del mundo.

El 5 de mayo se encuentran finalmente Maceo, Gómez y Martí en la Mejorana pero la entrevista es tan tormentosa que, por un momento, se teme por el éxito de la empresa libertadora. Existen diferencias profundas en cuanto a la forma de conducir la guerra   y las relaciones entre las estructuras civiles y militares de la naciente República. La oportuna intervención de Gómez aplaca los ánimos, el amor a la patria predomina sobre las diferencias personales y los tres próceres toman sus respectivos caminos para continuar la obra a la que todos ellos han dedicado los mejores años de sus vidas. Dos semanas más tarde cae abatido Martí en Dos Ríos, Gómez se dirige a Camaguey para ocuparse de las operaciones en esa provincia y Maceo queda a cargo de su amada Provincia de Oriente.

La prioridad, sin embargo, tanto para Gómez como para Maceo, es llevar la guerra a las provincias occidentales de la Isla. Ambos achacan el fracaso de la guerra anterior a la interrupción de la invasión que ya había alcanzado la Provincia de Las Villas cuando se produjo el intento de sublevación de las Lagunas de Varona instigada por el General Vicente García. Esta vez maestro y discípulo están decididos a llevar la guerra hasta las mismas puertas del Palacio de los Capitanes Generales Españoles e inmediatamente se dan a la tarea de reclutar soldados, así como de reunir armamentos, municiones y vituallas para llevar a feliz término la empresa que consideran vital para ganar la guerra.

Entre junio y octubre del 95 se van engrosando las filas mambisas, se estipulan normas de disciplina y se obtiene la cooperación de otros generales en cuanto a la contribución de soldados a la Invasión de Occidente. El Titán se anota rotundos triunfos en las batallas de Peralejo y de Sao del Indio, al mismo tiempo en que amenaza al propio Santiago de Cuba. Por fin llega la fecha esperada para iniciar la marcha y Maceo escoge el lugar donde el sol de su rebeldía brilló con luz imperecedera: Los Mangos de Baragua. El calendario ausente marca 22 de octubre de 1895. En los próximos tres meses, Maceo y sus huestes sembrarían el terror entre las tropas enemigas, alimentarían la esperanza en el hambreado pueblo de Cuba, librarían batallas, liberarían pueblos y darían marchas y contramarchas que confundieron y derrotaron a los mejores generales españoles.

En solo 90 días, Maceo y una abigarrada tropa que se limitaba a 1,400 hombres cuando salió de Baragua, muchos de ellos descalzos y mal armados, recorrieron  2,056 kilómetros en setenta y ocho jornadas, sostuvieron 27 combates, ocuparon 22 pueblos y despojaron al enemigo de 2,000 fusiles y 80,000 cartuchos. El 22 de enero de 1896 Maceo llegó a Mantua, el pueblo más occidental de Cuba, en la Provincia de Pinar del Río, para culminar una epopeya que muy pocos de sus compañeros de armas creían posible. Los 200,000 efectivos con que contaba en la Isla en ese momento el Ejército Español no fueron capaces de detener el coraje y el patriotismo de Maceo y su legión de predestinados. Su Invasión de Occidente constituyó una proeza que todavía ocupa un lugar destacado entre las campañas militares de todos los tiempos. Durante la invasión, Maceo libró más batallas y combatió contra más soldados que los enfrentados por héroes militares de la estatura de Simón Bolívar y José de San Martín en ese espacio de 90 días. De ahí su merecido calificativo de Titán de Bronce.

El año de 1896 lo pasa este guerrero magnífico hostigando al enemigo sin cuartel ni descanso. Está consciente de que para compensar su inferioridad en números y armamentos tiene que mantenerse en movimientos constante, tanto para sorprender a sus adversarios como para cultivar una aureola de hijo predilecto de los dioses por su capacidad para aparecer en varios lugares al mismo tiempo. En Pinar del Río se bate en Las Taironas, Paso Real y Candelaria. En febrero, pasa la Trocha del Mariel atraviesa La Habana y penetra en Matanzas para coordinar planes con Máximo Gómez. En marzo, regresa a La Habana, ataca Batabanó y toma Santa Cruz del Norte. Entre abril y junio, siembra el terror en una tropa realista de 17,000 soldados que inútilmente lo persiguen en Pinar del Río combatiendo en Cacarajícara, Consolación del Sur y San Gabriel de Lombillo. Es herido en Lomas de Tapia, pero se recupera en breve tiempo para combatir en Ceja del Negro y atacar a Artemisa en el mes de octubre. El guerrero que ya es una leyenda viva ha realizado esta hazaña al mando de 4,000 mambises famélicos, mal armados y muchos de ellos descalzos.

Con el cierre del año, Maceo y un puñado de miembros de su estado mayor burlan la Trocha de Mariel desafiando un mar embravecido y atravesando la bahía del mismo nombre al amparo de las sombras de la noche en una frágil embarcación. Penetra en la Provincia de La Habana con el propósito de atacar a Marianao para obligar a combatir al carnicero miserable y cobarde de Valeriano Weyler, quién hasta ahora no se había aventurado a salir de su madriguera en el Palacio de los Capitanes Generales. Precisamente en los menesteres de preparar esas operaciones se encontraba cuando fue sorprendido por una superior tropa española después de almorzar en el Potrero de San Pedro en compañía de 45 hombres de su escolta personal. Una bala le atravesó la mandíbula y se le alojó en el cráneo. Unos segundos antes había dicho al General José Miró Argenter, Jefe de su Estado Mayor, “esto va bien”. El nutrido fuego enemigo forzó la retirada de los pocos que habían escapado con vida. A su lado, defendiendo su cadáver, cayó Panchito Gómez Toro, hijo del Generalísimo, quién sólo unos meses antes había venido del exterior para ponerse a las órdenes del hombre que admiraba desde su niñez. En Maceo, la patria perdía uno de sus hijos más devotos, la guerra su mas brillante y valiente general y la República el militar con vocación civilista que, de haber vivido, pudo haber garantizado la estabilidad de nuestras instituciones políticas y evitado muchos contratiempos que vinieron con la independencia. 

Y esto nos lleva de la mano a encontrarnos con un Maceo muy pocas veces explorado hasta el momento. Porque me temo que, muchas veces, nuestra admiración justificada por el héroe de Mal Tiempo, Cacarajícara y Sao del Indio o por el genio militar de la invasión nos ha cegado al punto de ser incapaces de reconocer al hombre detrás de la leyenda. Maceo el patriota que renunció a toda ambición personal para servir a la patria, el general que ponía su espada a las órdenes del poder civil, el cubano nacionalista que rechazó tanto el autonomismo como el anexionismo y el militar honorable que respetaba y hacia respetar la vida del adversario fuera del campo de batalla.

El patriota sin ambiciones brilla en todo su esplendor cuando después de la Protesta de Baragua, y a pesar de haber sido el líder del movimiento, apoya a Manuel Calvar como jefe del poder civil y acepta al General Vicente García como General en Jefe. Cuando pone como condición para su participación en la Guerra del 95 que Martí designe a Máximo Gómez como General en Jefe. Y cuando comunica a la Asamblea Constituyente de Jimaguayú en el 95 que no aceptara cargo alguno en el gobierno de la República en Armas. Que se limitará a servir a la patria como un soldado respetuoso de las leyes desde su cargo de Lugarteniente General, creado para él por su mentor Máximo Gómez.

El general no sólo respetuoso sino defensor incorruptible de las instituciones civiles se nos revela diáfano y enérgico cuando se enfrenta al infame intento de sublevación de las Lagunas de Varona durante la Guerra de los Diez Años. De nada valieron los elogios que le dedicara o los privilegios que le ofreciera el golpista General Vicente García. Este hijo de Mariana Grajales no se vende por moneda alguna y no aspira a otra recompensa que a la satisfacción del deber cumplido. De igual manera se comporta cuando, pocos meses antes de su muerte y con el mérito de haber sido el arquitecto de la Invasión de Occidente, se le informa de un complot para destituir al Presidente Salvador Cisneros Betancourt y al General Máximo Gómez. A cambio de su cooperación, se le trata de sobornar con la oferta de investirlo con poderes absolutos  tanto civiles como militares de la República en Armas. Maceo es tajante en su rechazo y los complotados se repliegan amedrentados ante el coraje y la integridad del Titán de Bronce.

Otra de las virtudes de este hombre polifacético fue la de entender que las naciones no se fundan únicamente a sangre, plomo y coraje. Que para perdurar como naciones libres sus habitantes tienen que compartir idioma, cultura, intereses, historia y, sobre todo, ejercer su voluntad soberana sin interferencias foráneas. Por eso Maceo el nacionalista se opuso tanto al autonomismo como al anexionismo. Cuando Antonio Zambrana, ilustre miembro de la Asamblea de Guáimaro y su amigo y apoderado en asuntos legales, levantó su copa durante un banquete español en Costa Rica para brindar por Alfonso XIII, Antonio Maceo le retiró la amistad. Para este hombre de acero aceptar la autonomía era un acto de cobardía. No podía haber términos medios y la única alternativa digna era “libertad o muerte”. O como le dijo en carta airada a José Dolores Poyo: “La libertad no se mendiga. Se conquista con el filo del machete.”

Y cuando en el curso de un debate un adversario le vaticinó que Cuba se convertiría un día en una estrella de la Unión Americana, Maceo abandonó su acostumbrado control y le contestó con toda la vehemencia de que es capaz quién se ha jugado la vida por sus ideales con esta frase lapidaria: “Esa sería la única forma en que mi espada estaría al lado de los españoles”.

Y fue precisamente uno de sus enemigos españoles quién salvó la vida gracias a los principios que guiaban la conducta de este guerrero sin miedo que podía ser al mismo tiempo fiero en el combate y eminentemente recto y honorable en el diálogo civilizado con un adversario. Cuando Maceo se enteró de la existencia de un complot para asesinar al Mariscal Arsenio Martínez Campos en el curso de la entrevista de los Mangos de Baragua, amenazó con dar muerte a cualquiera que se atreviera a atentar contra la vida del militar español. Martínez Campos arriesgaba su vida confiando en la palabra de Antonio Maceo y el hijo de Mariana había aprendido de su madre que un hombre sin honor no puede fundar pueblos ni proclamarse soldado de la libertad.

Después de este recorrido apresurado por la vida de este hombre excepcional, creo que no sería aventurado afirmar que seríamos muy pocos los cubanos que podríamos  acercarnos a su genio como estratega militar o tendríamos el valor personal para imitar sus hazañas en el campo de batalla. Pero lo que si podríamos hacer y no lo hemos hecho hasta el momento en estos angustiosos cincuenta años de tiranía oprobiosa para los de allá y bochornoso peregrinaje para los de acá es imitar sus virtudes ciudadanas. Si no podemos ser generales gloriosos como el Maceo de la leyenda seamos por los menos ciudadanos virtuosos como Maceo el hombre, quién renunció muchas veces a la gloria personal por el bien de la empresa libertadora. El patriota para quien la libertad de Cuba era mas importante que cualquier prebenda o protagonismo y que en carta a su amigo el Dr. Eusebio Hernández escribió “Para redimir a Cuba es preciso que los hombres alejen de sí toda idea  de predominio, así como toda pretensión de mando militar”. Para imitar a ese Maceo de la generosidad y el servicio  no hace faltar valor para arriesgar la vida. Basta con la vergüenza para contribuir de mil maneras a la liberación de la patria. Y si ya somos tan indiferentes que no nos interesa Cuba, tengamos por lo menos la decencia de no sembrar la cizaña de la división compelidos por nuestro cáncer colectivo de la envidia, odioso vestigio de nuestra herencia española y vicio reconocido por un español del talento y la integridad de Don José Ortega y Gasset. En su obra “Viajes y Países”, aquel español universal manifestó: “El mayor defecto de los anglosajones es la hipocresía y el de los españoles es la envidia”.

Para concluir, me parece importante trazar un paralelo entre las gloriosas guerras por nuestra independencia de la Metrópolis Española y esta infructuosa y prolongada lucha por liberarnos de la presente tiranía. Una tiranía en que dos engendros diabólicos de un gallego que una vez combatió y perdió frente a nuestros mambises, se han dedicado por cincuenta años a emular el odio y el ensañamiento de Valeriano Weyler contra el pueblo de Cuba. Cuando comparamos ambos escenarios nos damos cuenta de que entre este 2008 y el 1895 hay al mismo tiempo diferencias y similitudes.

Como en 1895, luchamos contra un enemigo superior en números y en recursos.

Como en 1895, somos ignorados por un mundo indiferente y muchas veces hostil.

Como en 1895, estamos divididos por nuestros egoísmos y nuestros protagonismos.

Como en 1895, estamos física y mentalmente agotados por este largo camino de frustraciones y errores.

Como en 1895, la ancha brecha entre generaciones dificulta la comunicación y debilita la unidad de propósito.

Como en 1895, discrepamos tanto en cuanto a los métodos para conducir la lucha como en cuanto a las estructuras y procedimientos para edificar una nación de hombres libres sobre las ruinas de una tiranía.

Pero, a diferencia de 1895 y cuando buscamos una explicación para la prolongación de nuestra agonía nacional, la encontramos en nuestra orfandad de un liderazgo capaz de imitar las virtudes de un Maceo, un Martí o un Máximo Gómez. Hombres de distintas generaciones y métodos diferentes en la forma de conducir la lucha pero que supieron superar esas diferencias para concentrarse en la meta de liberar a Cuba.

Tenemos, sin embargo, una esperanza. La esperanza que surge del amor entrañable a la patria y de la dedicación obsesiva a su libertad que muestran minorías de predestinados que se niegan a rendirse ante la adversidad. Porque sólo una milagrosa y sublime obsesión puede explicar la asistencia de ustedes al acto de esta tarde para honrar la memoria del héroe inmarcesible e inspirarnos en el ejemplo de una leyenda que vive todavía a pesar de su muerte hace 112 años.

Solo una maravillosa, sublime y terca obsesión puede explicar que muchos de ustedes hayan renunciado esta tarde a la compañía familiar para venir a escuchar a un compatriota que sin soluciones milagrosas para nuestra tragedia y sin siquiera explicaciones para nuestra inercia viene a hablarles de una Cuba que solamente existe en nuestra memoria, en nuestro corazón y en nuestra esperanza.

Su asistencia a este acto es sin dudas un testimonio irrebatible de que, a pesar de los desengaños, los obstáculos y el cansancio, a muchos de nosotros nos resulta imposible abandonar la lucha. Porque nuestras fuerzas, mas que físicas, son generadas por una voluntad sobrenatural reservada para servir a la patria de nuestros amores y nuestras añoranzas.  Ante esta sagrada expresión de patriotismo, vienen a mi mente las palabras de aquel místico  que venció sin disparar una bala al Imperio Inglés y fundó una nación que es hoy ejemplo de prosperidad y de libertad. En un momento en que se debilitaba la voluntad de sus discípulos, Mahatma Gandhi los conminó a seguir adelante con estas palabras “Mañana tal vez tengamos que sentarnos frente a nuestros hijos y decirles que fuimos derrotados. Lo que sería inaceptable es tener que mirarles a los ojos y decirles que no tienen patria porque no nos hemos animado a pelear”.

MUCHAS GRACIAS