Por Fernanda Maússe

Libertad Digital

 

Como africana que soy, todo esto me hace preguntarme si no deberíamos ocuparnos de nuestros problemas antes de sumarnos a todas estas modas y dar lecciones a los demás sobre cómo se hacen las cosas.

Hace relativamente poco disfruté viendo en televisión el regreso a la actividad de la Premier League. No soy una gran aficionada al fútbol, pero me hacía ilusión asistir a esa vuelta a la normalidad. Mientras esperaba a que comenzara el Aston Villa-Sheffield United, me sorprendió la insistencia de los comentaristas en mostrar su apoyo al movimiento Black Lives Matter (BLM). Tanto tiempo dedicaron a abrazar la causa que, más que el fútbol, fue el BLM el protagonista de un pre-partido tan especial para los aficionados como el de la esperada reanudación del campeonato, tras una interrupción inédita a causa de la pandemia. El mensaje que transmitían a los espectadores era, sin duda, de adhesión sin matices a ese movimiento, en línea con la práctica totalidad de las instituciones de renombre del mundo occidental.

Mientras los jugadores terminaban de calentar, con los asientos vacíos del Villa Park de fondo, me pregunté por las razones de semejante despliegue de simpatía por la causa. Muchos lo han atribuido al miedo a las duras represalias que supone ser acusado de cinismo o indiferencia hacia las demandas de movimientos como BLM. Comparto este escepticismo sobre la autenticidad de muestras de adhesión como estas, y el énfasis excesivo que marcó la reanudación de la Premier no ayuda precisamente a la credibilidad de su compromiso.

Aunque los africanos no somos sospechosos de racismo contra los negros, África también se ha sumado con fervor a la ola global de indignación contra la discriminación racial a miles de kilómetros de distancia. Después de todo, la chispa que provocó el incendio fue la muerte de un hombre de origen africano, George Floyd, injustamente asesinado a manos de un policía blanco en Estados Unidos.

Gobiernos y organizaciones de la sociedad civil africanos, así como todos los activistas por la justicia social del continente con cuenta en Twitter, han dicho alto y claro basta al racismo blanco, y exigen que se ponga fin a las injusticias que sufren los africanos de la diáspora en Occidente. A primera vista, esta actitud de solidaridad con las personas de su mismo origen que viven en otra parte del mundo puede parecer natural. Pero, quizá porque conozco bien la placidez con que el establishment africano convive con las violaciones a los derechos humanos en el continente, no puedo evitar ver su indignación con sorpresa y descreimiento.

Entre quienes se declararon a favor del BLM está, como no podía ser de otra manera, la Unión Africana, que condenó enérgicamente el asesinato de Floyd y expresó su rechazo a las prácticas discriminatorias contra los ciudadanos negros en Estados Unidos. En Sudáfrica, el Gobierno y el partido gobernante, el Congreso Nacional Africano (CNA), también se unieron al coro de protestas emitiendo comunicados de condena. Al mismo tiempo, tanto el equivalente africano de la Unión Europea como el Gobierno de Pretoria y el CNA guardaron un vergonzoso silencio sobre los casos de brutalidad policial en Sudáfrica, donde al menos diez personas murieron a manos de las fuerzas de seguridad durante el confinamiento. Este tipo de incidentes son, por cierto, bastante más habituales en Sudáfrica que en los Estados Unidos. Y si ampliamos nuestro campo de observación al resto del continente comprobaremos que los abusos de los Gobiernos africanos y sus fuerzas de seguridad contra sus propios ciudadanos son un fenómeno tan normal que ni siquiera abren los telediarios y los periódicos.

Entre los casos más recientes que han salido a la luz está el de las tres mujeres del Movimiento por el Cambio Demócratico de Zimbabue que fueron detenidas en mayo por organizar una protesta contra el Gobierno. Las tres militantes opositoras tuvieron que ser hospitalizadas después de presentar heridas de consideración infligidas por la Policía. Justo después de su detención, fueron trasladadas a las afueras de la ciudad, donde fueron golpeadas y sufrieron abusos sexuales por parte de un grupo de desconocidos. Las tres activistas volvieron a ser detenidas en junio después de reunirse con su abogado, y por el momento los tribunales les han denegado la libertad condicional.

Los atropellos policiales parecen ser una realidad también en Kenia. Human Rights Watch ha denunciado que al menos seis personas murieron como consecuencia de la violencia policial durante los primeros días del toque de queda impuesto para frenar la expansión de la pandemia en ese país del este de África. Otras informaciones hablan de varios incidentes en que la Policía disparó y agredió a numerosos ciudadanos que habían acudido al mercado o regresaban a casa del trabajo antes incluso de que comenzara el toque de queda. El presidente de Kenia se ha disculpado por estos abusos, pero sigue sin tomar ninguna medida concreta para castigar la actuación de la Policía. Hasta donde yo sé, ni siquiera los militantes más radicales del BLM han pedido que se deje de financiar a la Policía keniana, como sí reclaman que se haga con la de Estados Unidos.

En la lista de víctimas negras de los abusos policiales que no han merecido la atención del BLM están también los 18 nigerianos que según la Comisión Nacional de Derechos Humanos de Nigeria murieron como consecuencia de la acción de la Policía desde que el país comenzó su período de confinamiento, en el mes de marzo. Tal y como ha revelado la comisión, ni el Gobierno ni las fuerzas de seguridad han respondido al informe que denunciaba estos abusos. La brutalidad de las fuerzas del orden contra aquellos a los que debería proteger parece ser una realidad cotidiana en Nigeria. Según informó recientemente la BBC, el año pasado al menos 1.476 personas murieron a manos de las fuerzas del orden, sin que nadie se haya arrodillado en recuerdo de ninguna de estas víctimas.

Tanto la Unión Africana como los Gobiernos que la conforman han guardado silencio ante los casos referidos, y se caracterizan por su actitud complaciente ante los abusos contra los derechos humanos de los africanos. Los activistas africanos que claman a diario contra el tratamiento que reciben en Europa y América las personas negras han prestado a las muertes mencionadas una atención mínima comparada con la que han dedicado al caso Floyd. Su enfado parece tener siempre como objetivo a los Estados Unidos, nunca a los Gobiernos de sus propios países, por abusos mucho más sistemáticos y que casi siempre quedan inmunes.

Como africana que soy, todo esto me hace preguntarme si no deberíamos ocuparnos de nuestros problemas antes de sumarnos a todas estas modas y dar lecciones a los demás sobre cómo se hacen las cosas.

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