Por: Luis Gonzales Posada
No es posible que los gobiernos del hemisferio mantengan absoluta indiferencia ante la dramática situación de Haití, donde bandas criminales fugadas de la cárcel asaltan, secuestran y asesinan impunemente.
Lo que sucede en esa pequeña isla caribeña de 27 mil kilómetros cuadrados y once millones de habitantes concentra todos los padecimientos y tragedias que podamos imaginar.
Las más recientes sucedieron el 2010, cuando un terremoto de gran magnitud mató 300 mil haitianos, dejando heridos a 200 mil y provocando el desplazamiento de un millón 500 mil habitantes.
El 2021 se produjo otro sismo que destruyó 136 mil viviendas, falleciendo 2,249 personas e hiriendo a 12 mil, una catástrofe a la que debemos agregar la cíclica ocurrencia de tormentas, ciclones y huracanes.
Ese año sucedió una nueva tragedia, esta vez de carácter político, cuando 23 sicarios colombianos – todos militares retirados – asesinaron a balazos al presidente de la República, Juvenal Moise, en su propia residencia; criminales contratados por la empresa CTU Segurity radicada en Doral Beach, Miami, Estados Unidos, de donde salieron varios de los asesinos.
En marzo continuaron las calamidades al escapar de la cárcel más poblada de Puerto Príncipe 3,700 delincuentes de alta peligrosidad que hoy controlan parte del país.
Sin embargo, ni Naciones Unidas ha enviado un contingente de Cascos Azules para proteger a la población de los pandilleros ni la OEA se ha preocupado en convocar a una reunión de emergencia del Consejo Permanente para impulsar una acción conjunta con el propósito de trasladar ayuda humanitaria de alimentos y medicinas a esa devastada zona, para gestionar líneas de crédito con intereses cero a los organismos financieros mundiales (BID,FMI, Banco Mundial o la CAF ) o dinero de la cooperación internacional en apoyo a una nación muy pobre que se encuentra en el último lugar de ingresos per cápita del hemisferio, con 1,748 dólares.
Recordemos que Haití fue la primera república negra del mundo y el primer país que obtuvo su independencia, en 1804. Antes, en 1795, España cedió su territorio a Francia, que estableció un férreo sistema esclavista al mismo tiempo que vendió a muchos pobladores al exterior, provocando rebeliones populares.
Ante ello, Napoleón envió 55 mil soldados a la isla, pero 45 mil murieron por enfermedades o fueron derrotados en la batalla de Vertieres por el ejército del general Jean Dessalines, quien, después de los combates, ejecutó a tres mil franceses.
El Rey Carlos V reconoció la independencia a cambio de una multimillonaria indemnización, diez veces superior a la renta anual de la isla, que terminó de pagarse en 1947. El reclamo fue por las propiedades de haciendas azucareras que perdieron en la gesta revolucionaria.
La historia de Haití se nutre de otros hechos graves. Uno de estos fue que tropas norteamericanas ocuparon su territorio por 19 años, de 1915 a 1934. Luego, en 1937, el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo ordenó asesinar a 15 mil haitianos que habían traspasado la frontera y soportaron tres décadas de tiranía de François y Jean Claude Duvalier, padre e hijo, que gobernaron apoyados en bandas de asesinos – los Tonton Macautes – y robaron más de 500 millones de dólares depositados en bancos suizos y americanos.
Los americanos, pues, tenemos una deuda humanitaria con Haití. Sin embargo, poco o nada hamos hecho para auxiliar a un pueblo hermano del continente. Así, los términos unidad e integración son palabras huecas que se pronuncian en ceremonias oficiales o eventos diplomáticos mientras observamos impasibles la destrucción de un Estado.
Ni siquiera la Comunidad del Caribe (CARICOM), integrada por trece naciones, se preocupa de auxiliar a uno de sus miembros. Por su lado, las agrupaciones políticas social demócratas o social cristianas, que levantan las banderas del humanitarismo libertario, se procupan por dar la batalla para que Haití se encamine hacia la democracia y el desarrollo.