Por Luis Gonzales Posada

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Ha muerto o, mejor dicho, ha sido asesinado, el principal y más firme opositor del sátrapa Vladimir Putin, a quien la ex secretaria de Estado USA, Madeleine Albright, describe como "sujeto bajo, cetrino y tan frío que parece un reptil".

Alexei Navalny, falleció a los 47 años en un leprosorio carcelario del círculo polar ártico, donde lo confinaron por denunciar la corrupción del régimen y la represión a opositores demócratas. Su vida fue una epopeya cívica por su admirable, corajuda y activa lucha por la libertad.

Lo detuvieron en el 2012 por liderar grandes manifestaciones de protesta ante el fraude en las elecciones presidenciales. El 2014 y 2015 sufrió arresto domiciliario y el 2019 nuevamente lo encarcelaron. El 2020, regresando de Siberia a Moscú, Nevasky se desplomó en la aeronave. Una ONG alemana envió un avión para trasladarlo a Berlín y lograron salvarle la vida. Los exámenes toxicológicos determinaron que fue envenenado con un agente neurótico del grupo Novichok, que antes utilizaron los servicios secretos rusos para matar al espía Sergei Skripal y a su hija en la ciudad inglesa de Salisbury.

Sin embargo, a pesar de todas las advertencias, Navalny retornó a su patria para continuar la batalla política. Al llegar, lo sentenciaron a 19 años de prisión, derivándolo a una cárcel de máxima seguridad donde fue sistemáticamente torturado. Además, lo recluyeron 100 días en un cuarto de castigo y sus carceleros lo obligaban a "pasear" por la periferia del recinto sin camisa, en una zona con temperaturas bajo cero, hasta que falleció.

A tres días de su muerte, el Kremlin proyectó su psicopática crueldad ascendiendo a Valeri Boyáriven y otros vigilantes acusados de no brindar atención médica al disidente.

La siniestra ruta política de Putin está abonada con sangre de sus compatriotas. En 2002 Vladimir Golovliov, diputado de la Duma y copresidente del Partido Liberal, murió de un balazo en la nuca. Anna Politkvóskaya, periodista opositora a la guerra ruso-chechena, primero fue envenenada, pero sobrevivió. En 2007 regresa Moscú y es acribillada en la puerta del ascensor de su edificio, un estridente crimen investigado por el ex espía Alexander Litvinenko, asilado en Londres, que antes de publicar su reportaje muere intoxicado con polonio 210. No menos truculentas resultan otras historias que parecen extraídas de películas de terror.

El 2009, los promotores de derechos humanos Stanislav Markerov y Anastasia Baburova murieron a balazos y ese mismo año la activista Natalia Estenirova fue secuestrada y asesinada; el 2013, el periodista Mikhail Becton fue salvajemente torturado y asesinado; el 2015, Boris Nemtsov, ex primer ministro de Yeltsin, es abatido a tiros en una calle de Moscú y su aliado político, Vladimir Kara-Murza, falleció envenenado.

Esta saga de crímenes continuó el 2023, cuando Yevgueni Prigozhin, jefe de mercenarios del Grupo Wagner, pereció en un sospechoso accidente de helicóptero.

Para un tirano no hay límites ni fronteras si se trata de exterminar a enemigos. Así demostró Stalin en 1940, cuando ordenó asesinar en México a León Trotsky, y ahora ocurre lo mismo en Alicante, España, donde resultó abatido a tiros Maxim Kuzminov, piloto ruso que huyó a Ucrania con un helicóptero Mi-8.

Las Naciones Unidas y el mundo democrático observan impotentes el avance de esta maquinaria de moler carne humana que solo podremos desactivar aislando diplomáticamente al Kremlin, imponiendo severas sanciones económicas y haciéndole frente militarmente. La historia demuestra que no se negocia con un tirano: se le derrota, como se hizo con Hitler, porque no hay punto intermedio ni vía alterna para frenar las ambiciones de un mega tirano como Putin. Ante estos dramáticos episodios, ¿puede hacer algo el Perú? Si, no continuar comprando armamento ruso porque, al hacerlo, nutre los ingresos de una dictadura. Pero también no mantener silencio frente a esta sistemática violación al derecho humanitario.