Emilio Campman

Libertad Digital

 

Quizá haya llegado el momento de que Occidente ponga a Erdogan en la tesitura de tener que elegir realmente.

La Turquía de Kemal Ataturk fue rabiosamente laica porque el reformador creyó que los males de Turquía provenían de su vocación otomana de conservarse como imperio musulmán multiétnico. Así pues, con Ataturk, Turquía renunció a gobernar otros pueblos y aspiró a convertirse en un Estado-nación más. Durante la Guerra Fría, su vocación occidental se hizo todavía más fuerte, pues el sempiterno enemigo ruso (hubo entre el siglo XVI y el XX una docena de guerras ruso-turcas) se había además convertido en rival ideológico.

Sin embargo, desde que Recep Tayyip Erdogan y su Partido islamista de la Justicia y el Desarrollo se hicieron con el poder a principios del siglo XXI, Turquía dio un giro. Para empezar, el islamismo empapó la política turca. Luego, Ankara está empeñada en extender su influencia sobre lo que en su día fue el imperio otomano, lo que incluye el Norte de África y todo el Mediterráneo Oriental. Ha llegado a entrar en conflicto con la Unión Europea a cuenta de Chipre, a pesar de que se supone que Turquía pretende formar parte de la Unión. También ha chocado con Israel. Su presencia en las guerras de Libia y Siria la han llevado a colisionar y a colaborar, según los casos, con Rusia e Irán.

Debido a todo esto y a la apariencia de que, terminada la Guerra Fría, Rusia ya no constituía una amenaza, la vocación occidental de Turquía se ha descafeinado. Y hoy pone reparos a la integración de Finlandia y Suecia en la OTAN con el argumento de que son países que han dado protección al Partido de los Trabajadores del Kurdistán, que Turquía considera, no sin motivos, que es una organización terrorista.

Más allá de la realidad del pretexto kurdo, ¿está Ankara defendiendo en esto los intereses de Moscú? Erdogan ha colaborado con Putin en Siria, y se ha enfrentado a Estados Unidos por ello, para evitar que los kurdos sirios, aliados de Washington, crearan allí un Kurdistán independiente. Y ha tropezado con Putin en Libia, donde ambos defienden a Gobiernos rivales. Erdogan ha proporcionado drones a Ucrania pero, a diferencia de otras armas proporcionadas por Occidente, ha exigido a Kiev que las pagara. Y además se ha negado a suscribir las sanciones a Rusia. ¿Lo hace por miedo o por conservar los márgenes de colaboración con Putin? Lo más probable es que las dos razones pesen.

 

En cualquier caso, da la impresión de que no se trata sólo del amparo dado al PKK lo que está detrás de las objeciones turcas. Tampoco parece que Ankara vaya a conformarse con cesiones de tercera o simple dinero, como hizo con la crisis de refugiados sirios. Erdogan ha situado conscientemente a su país a caballo de intereses contrapuestos y espera obtener beneficios de esta política de ambigüedad. Quizá haya llegado el momento de que Occidente le ponga ante la tesitura de tener que elegir dónde quiere estar realmente. El problema estriba en que, si elige Occidente, habrá que admitirle con su islamismo en la Unión Europea. Y si elige Oriente nos estaremos buscando un poderoso enemigo que añadir a los muchos que ya tenemos. Está claro que tirar por la calle de en medio con Turquía es cada vez más difícil, y los líderes que tenemos no son los más hábiles para lograrlo.

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