OPINION

CULTURA

LA SEMANA

VIDA

FRASES FAMOSAS:  

“Prefiero ser el primero en una villa que el segundo en Roma.”, Julio César

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

28 de abril de 2024 –

—“Domingo de los ministerios”-.

 

Queridos hermanos:

Hoy nos encontramos con el testimonio de San Pablo acerca de su encuentro con Jesús en el camino de Damasco; experiencia que cambió radicalmente su vida y lo transformó de perseguidor de la Iglesia en Apóstol. – San Juan, en su primera epístola, continúa adentrándonos en el misterio del amor de Dios manifestado en Jesucristo, apelando a nuestra conciencia en la práctica de las obras de Dios, en el cumplimiento de los mandamientos. – La parábola de “la vid y los sarmientos”, enmarcada en el discurso de despedida que leemos en el evangelio según San Juan nos habla, no sólo de las consecuencias inmediatas y necesarias de la Eucaristía como unión necesaria con Cristo, sino que sitúa esta relación en el misterio de la Iglesia; misterio que es, a la vez, vivencia y compromiso en el servicio del anuncio de la “Buena noticia del Reino”, o sea, del apostolado, consecuencia necesaria de la nueva condición del discípulo y de su pertenencia al “Cuerpo de Cristo”: la Iglesia.

San Pablo, luego de su conversión en el camino de Damasco, se presenta a los Apóstoles, a fin de que su misión fuera autentificada dentro del seno de la Iglesia (Hechos 9, 26-31). San Juan nos da el resumen de toda su doctrina, cifrado en la intimidad con Jesús: “Crean en Jesucristo y ámense mutuamente como Él nos mandó” (I Juan 3, 18-24). En la parábola de la viña nos dice Jesús: “Yo soy la vid y ustedes los sarmientos” (Juan 15, 1-8).

“Vivimos de su vida”: Así pudiéramos resumir el mensaje contenido en esta exquisita parábola, donde Jesús, apelando al conocido cultivo de la vid, nos explica la realidad y necesidad de nuestra unión mística con Él; unión que ha comenzado en la elección y consagración bautismal y que se consuma en la Eucaristía, extendiéndose en el tiempo de nuestra vida en la misión y necesidad de producir frutos de santidad y de apostolado, o sea, de la proyección misionera de la vida de cada cristiano, consagrado apóstol de Cristo.

La vid, planta originalmente distinta a lo que conocemos como un árbol o arbusto, y que, al paso del tiempo se va engrosando, después de la vendimia y de ser podada, presenta un aspecto tosco y desolador. Sin embargo, de ese tronco cada vez más leñoso y áspero brotan cada año nuevas ramitas tiernas y frágiles, los sarmientos, capaces de producir ricos racimos de uvas abundantes. Si se quiebran los sarmientos, en breve se secarán al no recibir el alimento necesario del tronco de la vid; si tocan el suelo los racimos, podrán malograrse y pudrirse por exceso de humedad, de modo que el viñador debe cuidar cada planta como un cultivo delicado de jardín.

Sin dudas que el Señor encontró el ejemplo perfecto para mostrarnos que somos el campo y la cepa predilecta de Dios, que nos cuida con delicadeza y amor. Nos tocará a nosotros, su siembra predilecta, producir los frutos de testimonio y apostolado, amor y santidad que Él, el dueño del campo y de la vid, espera con derecho y con amor.

– 21 de abril de 2024 –

—“Domingo del Buen Pastor” –

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

El Domingo del Buen Pastor, llamado así por el evangelio proclamado en ese día, el Cuarto Domingo de Pascua, contiene una revelación importantísima en la relación que Dios quiere tener con su Pueblo y con toda la Humanidad; así, llamamos “pastoral” a toda la acción apostólica, misionera y servicial de la Iglesia. Desde antiguo Dios fue educando pedagógicamente al Pueblo Elegido, a través de sus caminos, caídas y aciertos, en su conocimiento; Dios siempre nos habla en nuestro lenguaje y parte de nuestras necesidades para decirnos QUIEN ES EL, y cuales son sus intenciones para con nosotros. Así, partimos en el conocimiento de Dios como Creador y Señor de la Historia, hasta la plenitud de esa revelación como Padre amoroso, que nos ha entregado al Hijo de su amor para nuestro bien y salvación.

Fue el profeta Ezequiel quien introdujo el lenguaje y, con él, el tema teológico que centra hoy nuestra atención. Al fallar los pastores (reyes y sacerdotes) en su deber y misión de instruir, cuidar y guiar al Pueblo elegido al cumplimiento de su misión y ejemplo de santidad en el cumplimiento de la Ley divina, Dios promete ser, Él mismo, el Pastor de su Pueblo; promesa que vemos cumplida en plenitud en Jesucristo, el “Buen Pastor de su Pueblo y de toda la humanidad redimida con su sangre”.

La parábola del Buen Pastor, que leemos en el evangelio, adquiere un relieve peculiar durante estas semanas en las que recordamos el combate en que Jesús -que “tiene poder para entregar su vida y para recuperarla”- derramó su sangre por sus ovejas (Juan 10, 11-18). Él, que venció a la muerte, es Aquel en cuyo nombre Pedro pudo hacer caminar al mendigo paralítico (Hechos 4, 8-12) y el que nos da acceso a la intimidad de Dios, hoy en la fe y mañana cara a cara, cuando “le veremos tal cual es” (I Juan 3, 1-2).

No podemos celebrar este Cuarto Domingo de Pascua sin hacer referencia a la opción vocacional que la Iglesia adopta en la predicación de este evangelio. Es el Buen Pastor quien llama desde su ejemplo y entrega, y es Él quien concede la gracia de la elección: “Yo soy quien los ha elegido a ustedes” y “los he llamado amigos”. Son éstas, palabras de Jesús en el capítulo 15 (vv. 15 y 16) del evangelio según San Juan, en su discurso de despedida en la última Cena, después del lavatorio de los pies; toda una guía teológica-espiritual para poder comprender el misterio sacrificial contenido en la Eucaristía: símbolo, anticipo y actualización incruenta de la crucifixión.

Hoy la Iglesia, en la palabra, ejemplo y entrega de Jesucristo, llama de nuevo al servicio en la vocación al sacerdocio ministerial sacramental y a la consagración en la vida religiosa. Pidamos a Jesús, el Buen Pastor, que como Iglesia peregrina y suplicante, nos conceda el don de escuchar su voz y dejarnos enamorar por su ideal; el único digno de nuestra entrega total, el único asistido por su gracia, y capaz de reproducir en los consagrados su entrega sacrificial y redentora.

– 14 de abril de 2024 –

“Domingo de las apariciones”

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

Después de celebrada la Octava de Pascua, con la insistencia de la Liturgia en el “Día del Señor”, o sea en el Domingo, día por excelencia en que actuó el Señor y que anticipa la eternidad gloriosa, nos vamos adentrando en el tiempo pascual hasta su meta: Pentecostés. Pentecostés, el día cincuenta de la efusión del Espíritu Santo es el Día de la Iglesia, testigo y misionera; así nos la muestran especialmente los discursos kerigmáticos de Pedro en las primeras lecturas de este tiempo, en el que la Liturgia de la Iglesia nos ofrece textos de los Hechos de los Apóstoles.

Al describir la aparición de Jesús a sus discípulos en la tarde de Pascua, insiste el evangelio sobre todo en el dato de que se deja tocar por los suyos y come con ellos (Lucas 24, 35-48). En la Natividad celebramos el misterio de la Encarnación, del Dios humanado, de Dios asumiendo nuestra naturaleza y santificándola; en la Resurrección celebramos la redención de esa humanidad nuestra, pecadora y humillada y, ahora, redimida en la resurrección de Cristo, el Dios hecho hombre por nuestra redención.

Por lo tanto, es muy importante el mensaje que leemos en los textos de este día; todos nos conectan con la humanidad del Resucitado. En esa experiencia indiscutible se fundará precisamente la fe de los apóstoles: la de Pedro que se basa en ella para dirigirse al pueblo (Hechos 3, 13-15.17-19), y la de Juan, que tanto se adentró en el misterio de Cristo Salvador (I Juan 2, 1-5ª), pues sus propias manos habían tocado a la Palabra de Vida (I Juan 1, 1).

Jesús, mientras congregaba a sus discípulos y los formaba en esa comunidad de vida que establecía con ellos, les mostraba no sólo sus pensamientos, sino sobre todo su corazón, su humanidad. Primero ellos lo amaron, la fe les llegaría sólo al verlo resucitado, por eso tienen que tocarlo, y comer y beber con El.

El cristianismo no es una idea o filosofía, es un amor, una amistad, una fe: y nace de la experiencia de creer en Cristo, experimentando con El, morir al pecado y resucitar a la vida de la Gracia, también en El.

Que hoy, también nosotros, podamos reproducir en nuestras vidas ese misterio de amor y de vida que es creer en Cristo y vivir en El para siempre.

 – 7 de abril de 2024-

 – “Domingo In Albis”-

-Padre Joaquín Rodríguez-

 

Queridos hermanos:

Hoy celebra la Iglesia el Domingo de la Octava de Pascua, llamado desde muy antiguo “in albis”, o sea “de blanco”, debido a que hasta ese día los neófitos se presentaban a las celebraciones litúrgicas vistiendo su vestidura bautismal. Hace algunos años San Juan Pablo II quiso señalarlo como “Domingo de la misericordia” para marcar la devoción a Cristo en las apariciones a Santa Faustina Kowalska, devoción que tuvo una amplia acogida entre los fieles de la Iglesia. La primera oración de la Misa de este día comienza invocando la “misericordia infinita” de Dios.

Cristo resucitó y, por medio del bautismo, nosotros resucitamos con El. Este doble aspecto del mensaje pascual llena la liturgia de la octava de Pascua, cuyo último día es el domingo, a un mismo tiempo recuerdo semanal de la Pascua del Señor y anticipo del día de la eternidad, que se abrirá al término de la sucesión de las semanas.

La lectura evangélica otorga el sentido propio al domingo de la octava de Pascua: Cristo se hace presente en medio de los hermanos, que se habían congregado en memoria de su resurrección y suscita en ellos la fe (Juan 20, 19-31). El relato de la aparición de Cristo a los diez apóstoles, y luego a Tomás, muestra aquí su luz y su certeza, a la vez que expresa por boca del mismo Apóstol la fe de todas las generaciones cristianas: “Señor mío y Dios mío”. Esta fe en Jesús resucitado hace que la multitud de creyentes “piensen y sientan lo mismo” (Hechos 4, 32-35). Por esa fe consigue el cristiano la victoria sobre todas las fuerzas de desintegración y de repulsa, a las que San Juan denomina ‘el mundo’ (I Juan 5, 1-6).

Una larga distancia en el tiempo de la Iglesia de los Apóstoles separa la predicación de Pedro en los primeros tiempos que siguieron la efusión del Espíritu en Pentecostés y la primera Carta del Apóstol Juan; tiempos más maduros en la vivencia de la fe para las comunidades cristianas de tradición Juanina. Sin embargo, en ambas percibimos la frescura del mensaje redentor del Cristo que a ambos apóstoles llamó, instruyó en los asuntos del Reino de los Cielos y hermanó en el apostolado como testigos de su Resurrección. Es la misma Iglesia de los Apóstoles y los Mártires; la de ayer, la de hoy y la de siempre, destinada en su andadura hacia la Eternidad.          

Subcategorías

EL MUNDO

EL TIEMPO