Por Esteban Fernández Roig

El niño es cómo una esponja, todo lo escucha, todo lo capta, todo lo absorbe.

Jamás olvida un desaire, y recuerda a todo aquel que le puso atención y lo respetó.

Dedicarle muchas horas durante su vida infantil a jugar con él a las damas, al monopolio, al parchí, a los yaquis, compartir, reír, participar en sus juegos  es vital y eterno en la memoria del muchacho.

No existe un solo adulto, un solo ser humano, que no detesté y recuerde con desagrado cuando escuchó el pesado: “Los niños hablan cuando las gallinas meen”…

El niño llega hasta a agradecer aquella delicada nalgada dada por la madre y de lejos escucharla decirle al padre: “Me duele más la mano a mi que las nalgas  al niño”…

Inolvidable es para el niño ser tratado cómo si fuera un hombre hecho y derecho.

Que delicioso es para un muchacho que le pregunten: “¿Qué tú opinas sobre eso?” Y acto seguido que las personas mayores escuchen detenidamente y con toda atención la opinión del imberbe.

Que bellos es sentirse acompañado en el  deporte favorito, ser aplaudido  tras un  “hit” y recibir ánimos al poncharse.

Hacerlo sentir cuidado sin hacerlo sentir débil, y que  invariablemente un regaño vaya acompañado por 100 felicitaciones y congratulaciones.

Y al final de la jornada, ese niño reciproca el buen trato, y cuando menos los padres lo esperan, dicen cosas preciosas cómo: “¿Te acuerdas, papi, cómo me enseñaste a montar la bicicleta?”

Y diciéndole a su cónyuge: “Mi madre siempre me hacía una deliciosa sopita de pollo cuando me enfermaba”…

Puede un hombre recibir mil trofeos, 20 ascensos en su trabajo, llegar a ser millonario, pero nada se compara con el recuerdo del gesto de su madre con una cucharita en sus manos diciéndole: “Mira, aquí viene el avioncito”..