Akiko Iwasaki y Patrick Wong
El virus sabotea el sistema de defensa química del organismo.
En síntesis
El diseño de tratamientos contra el SARS-CoV-2 depende del conocimiento profundo de su interacción con las células del cuerpo y de la respuesta inmunitaria desplegada contra él.
El virus desata una respuesta hiperinflamatoria por parte del sistema inmunitario que causa graves daños en todo el cuerpo. Los entresijos de este proceso se siguen dilucidando.
Además de la rápida propagación celular facilitada por su vía de entrada, y su pronta multiplicación, el virus provoca cambios en las filas de los glóbulos blancos en su provecho.
Todos estos aspectos se investigan a marchas forzadas y con una inversión de recursos inédita que ha cambiado las reglas de la investigación básica.
A buen seguro recordaremos el siglo XXI partido en dos: antes y después del SARS-CoV-2. A pesar de décadas de avisos sobre el riesgo de una pandemia mortífera de alcance mundial, los sistemas sanitarios han quedado completamente desbordados. Los primeros pacientes con COVID-19 ingresaron en un hospital de Wuhan el 16 de diciembre de 2019. Numerosos ciudadanos de todo el mundo se sintieron a salvo por las grandes distancias, aunque China no fuera capaz de contener el virus dentro de sus fronteras. Este punto de vista autocomplaciente ignoraba que los anteriores brotes de coronavirus, como el SARS-CoV (causante del síndrome respiratorio agudo y grave) y el MERS-CoV (causante del síndrome respiratorio de Oriente Medio), se extendieron por varios continentes y que este último aún no se ha logrado erradicar. El caso es que el SARS-CoV-2 se propagó por todo el globo a principios de 2020 y la respuesta sanitaria fue caótica y variopinta. Algunos Gobiernos emitieron órdenes de confinamiento domiciliario y la obligatoriedad de llevar mascarilla, mientras que otros simplemente esperaron que todo saliera bien. En el momento de escribir este artículo, los muertos ascendían a 1,3 millones en todo el planeta.
A pesar de la desorganización, los profesionales sanitarios y los investigadores se aprestaron a combatir coordinadamente la nueva amenaza antes de su llegada. Ha transcurrido menos de un año, pero gracias a la colaboración mundial ya conocemos bastante del nuevo coronavirus y de su impacto en el cuerpo humano. Empezamos a entender por qué el SARS-CoV-2 provoca enfermedades de muy distinta índole: algunas personas no muestran síntomas, mientras que otras tosen o tienen fiebre. Lo más grave es que hay quien sufre una neumonía potencialmente mortal y una afección denominada síndrome de dificultad respiratoria aguda (SDRA). A día de hoy sabemos ya que este virus, a semejanza del SARS-CoV y el MERS-CoV, hace que el sistema inmunitario se desoriente y provoque una inflamación que acabará en el SDRA y un abanico de síntomas peligrosos. Las pruebas clínicas más a mano muestran con claridad una concentración muy elevada de proteínas inmunitarias (IL-6, TNF-a y CRP) en la sangre de los pacientes graves. A los pocos meses del inicio de la pandemia se comenzaron a administrar los prometedores inmunodepresores de amplio espectro, como los corticoides prednisona y dexametasona, que acabarían dando resultados poco satisfactorios. Al menos esto sirvió para confirmar las sospechas de que, en los pacientes más enfermos, el sistema inmunitario andaba desbocado y provocaba una hiperinflamación. Eran los mismos tratamientos antiinflamatorios adoptados contra las infecciones graves durante los brotes de los coronavirus anteriores.
Hoy sabemos que en una fracción de pacientes con COVID-19 se desata una respuesta inmunitaria desmedida que provoca daños por todo el cuerpo, con coágulos de sangre, lesiones cardíacas e incluso insuficiencia orgánica. Los casos más graves requieren el ingreso en las unidades de cuidados intensivos (UCI). El cóctel habitual de esteroides no basta para tratarlos: necesitan tratamientos más dirigidos. También precisamos con urgencia pruebas rápidas para examinar en las muestras de tejidos los indicadores biológicos (biomarcadores) que predicen el curso de la enfermedad, como, por ejemplo, la probabilidad de que un caso leve se agrave.
Desorientación inmunitaria
El desarrollo de biomarcadores y tratamientos farmacológicos se basa en un conocimiento profundo de la interacción entre el SARS-CoV-2 y las células del organismo, así como de la respuesta inmunitaria ante la llegada del virus. La pasada primavera, en colaboración con muchos laboratorios, comenzamos a explorar la desregulación inmunitaria que aparece en los casos graves de COVID-19. De buen principio sabíamos que el sistema inmunitario orquesta una intrincada cadena de mecanismos para repeler a los patógenos invasores. También que si alguna de las etapas de esa respuesta se inicia a destiempo, puede desencadenar una inflamación exagerada que daña los tejidos. Existe una respuesta rápida de emergencia y otra más lenta pero más duradera contra virus, bacterias, hongos y demás. La primera es la respuesta «innata», en la que algunos receptores de la superficie y del interior de las células inmunitarias detectan los intrusos y activan una elaborada cascada de señalización en la que intervienen unas proteínas llamadas citocinas. Estas alertan a las células vecinas para que preparen sus defensas, inicien la muerte de las células infectadas o amplifiquen la alarma con la síntesis de otros tipos de citocinas. Las células encargadas de la respuesta innata también atraen a determinados leucocitos desde la sangre para que monten una inmunidad más duradera contra el patógeno. Al cabo de una o dos semanas se activan estos miembros del sistema inmunitario «adaptativo», que refuerzan la cantidad de anticuerpos y linfocitos T específicos que acabarán neutralizando o aniquilando al invasor.
En la mayoría de los pacientes con COVID-19, el sistema inmunitario innato desempeña su cometido a medida que aprende a neutralizar y destruir al SARS-CoV-2. Pero en casi el 5 por ciento de los casos, el contraataque no transcurre según lo previsto: cuando se tuerce la cascada de señales tan cuidadosamente programada, las células de la respuesta innata reaccionan fabricando demasiadas citocinas, una sobreproducción que recuerda la «tormenta de citocinas» que aparece en otros cuadros clínicos y que se pensó que contribuía a agravar la COVID-19. Las investigaciones más recientes apuntan a que, en la mayoría de los casos, la inflamación no es la típica tormenta, aunque también suponga una amenaza para la salud del paciente. Si provoca el SDRA, el pulmón y otros tejidos sufrirán daños duraderos. También conlleva la síntesis de fibrina, una proteína que fomenta la formación de coágulos. Y por si todo esto no bastara, la fracción líquida de la sangre comienza a filtrarse fuera de los vasos sanguíneos (extravasación), lo que desencadena una insuficiencia respiratoria.
Todos los virus manipulan la maquinaria celular en su provecho para reproducirse. Una estrategia del sistema inmunitario innato consiste en sabotear esa capacidad, pero parece fallar contra el SARS-CoV-2. En los últimos meses han acaparado una gran atención los interferones, un tipo de citocinas que actúan como primera línea de defensa bloqueando la replicación del virus dentro de la célula. En teoría, la producción rápida del interferón de tipo I (IFN-I) permitiría contener el virus y no traspasar los límites de una infección leve, pero algunos estudios indican que este seguiría reproduciéndose debido a la demora en la respuesta inmunitaria en los más ancianos o en los pacientes expuestos a grandes cantidades del virus. Además, la entrada en escena de los interferones acabaría desatando una hiperreacción que estimularía la fabricación masiva de otras citocinas, que desembocaría en una inflamación y un cuadro graves. La medición de la respuesta a los interferones aportaría un conocimiento vital sobre la progresión de la COVID-19 en una enfermedad potencialmente mortal, además de algunas claves para tratar la infección.
No obstante, son tantas las maneras de poner palos en las ruedas de la respuesta inmunitaria que vamos aprendiendo sobre la marcha. Por ejemplo, el virus podría dificultar la síntesis del interferón en el enfermo. Otra posibilidad es que ciertos pacientes produzcan menos IFN-I por motivos genéticos. Hasta es posible que la respuesta inmunitaria del individuo sea tan errática que acabe fabricando anticuerpos contra el IFN-I. Somos varios los científicos que estamos investigando si la presencia de estos «autoanticuerpos» ocasionaría a la larga los síntomas de la COVID-19, en cuyo caso serviría de biomarcador para predecir el empeoramiento. Algunos pacientes también se beneficiarían de la infusión de interferón fabricado en el laboratorio. Ya han comenzado los ensayos clínicos de tales tratamientos, pero los resultados todavía no están claros.
Una erupción inflamatoria
La tormenta de citocinas fue noticia en los casos graves de los coronavirus precedentes (SARS-CoV y MERS-CoV), por lo que cuando apareció el SARS-CoV-2, se veía con naturalidad la intervención de un mecanismo parecido. Desde el inicio de la pandemia, los médicos detectaron una concentración alta de citocinas en los pacientes, pero su cantidad y el posterior estado inflamatorio que provocaban diferían de la tormenta típica.
Estos pacientes se veían sacudidos desde dentro por la elevada concentración de citocinas que, en función de la célula que las recibiera, tenían dispares consecuencias, algunas muy nocivas. Las citocinas como la IL-6, el TNF-a, la IL-1b y la IL-12 amplifican la inflamación y las lesiones tisulares. Diane Marie Del Valle, de la Facultad de Medicina Icahn del Monte Sinaí en Nueva York y sus colaboradores describieron una concentración notablemente elevada de algunas en la sangre de unos 1500pacientes neoyorquinos. Esto indicaba que una elevación anómala de la concentración de IL-6 y de TNF-a podía servir como un factor pronóstico fiable de la gravedad y del riesgo de muerte.
Observamos los mismos cambios en los pacientes cuya evolución seguíamos de cerca. Además, no fuimos los únicos que comenzamos a reconocer algunos valores extremos inusuales en los perfiles de citocinas de los pacientes con respecto a los de una tormenta de citocinas típica. Observamos un incremento de la IL-5 y la IL-17, que no suelen estar vinculadas con la actividad antivírica, pues suelen aparecer como respuesta contra los parásitos y los hongos. Todavía ignoramos si esto provoca lesiones tisulares o si solo desvía recursos que de no ser así se destinarían a la lucha contra el virus.
En algunos enfermos también hallamos una gran concentración de quimiocinas, una subclase de citocinas que guían a las células inmunitarias hacia donde se las necesita. La acumulación de las quimiocinas CCL2, CCL7, CXCL9 e IL-8 generadas en los focos de infección serviría de toque de zafarrancho. No sólo se producían daños locales debido a las citocinas y a otros mensajeros inmunitarios, sino que las quimiocinas también reclutaban células de todo el organismo para incorporarse a la batalla.
Numerosos grupos de investigación han decidido fijarse en las células sanguíneas y pulmonares con el fin de descubrir el origen de las lesiones tisulares. En el campo de la inmunología se emplea con profusión la citometría de flujo, pues esta técnica permite etiquetar con anticuerpos fluorescentes los diversos tipos de células sanguíneas. Gracias a estos marcadores, nuestro grupo ha sido capaz de detectar un gran cambio en la composición de las células inmunitarias circulantes de los pacientes, en contraste con la de los donantes sanos. Destacan por su abundancia dos tipos de células de la inmunidad innata: los monocitos y los neutrófilos. Veamos un ejemplo: en los donantes sanos, los monocitos suponen entre el 10 y el 20 por ciento de las células mononucleares de la sangre periférica, un conjunto de glóbulos blancos muy estudiado. En cambio, en los pacientes con COVID-19 no es nada raro que tal porcentaje se triplique (o más).
Como componente integral del sistema inmunitario innato, los monocitos patrullan por la sangre y son los primeros en iniciar la eliminación o el aislamiento de los patógenos. Cuando perciben una amenaza microbiana, responden transformándose en dos tipos de glóbulos blancos: macrófagos, que engullen patógenos y restos celulares, y células dendríticas, que reconocen y marcan los patógenos para que sean reconocidos como blanco por otras células defensivas. La cantidad de monocitos es regulada estrictamente para que el sistema inmunitario no reaccione de forma desmesurada, pero este control se pierde en los casos graves de COVID-19. En los casos peores, los monocitos y los macrófagos se infiltran en los pulmones. Cuando el equipo dirigido por Mingfeng Liao, del Centro Chino de Investigación Clínica de Enfermedades Infecciosas en Shenzen, analizó el interior de estos órganos en pacientes graves por medio de muestras celulares obtenidas del líquido de las vías respiratorias bajas con la técnica del lavado broncoalveolar (LBA), hallaron monocitos y macrófagos en abundancia. En línea con otros hallazgos, ambas células expresaban una cantidad de citocinas comparable a la de la inflamación grave. Como se supone que las citocinas, sintetizadas ante todo por los monocitos y los macrófagos, empeoran todos esos daños, todo aquello que bloquee su actividad inflamatoria impediría el agravamiento de la infección.
Si las citocinas acaban siendo las principales impulsoras de la COVID-19 grave, sería lógico que intentáramos reducirlas en los pacientes. Esto se consigue con ciertos fármacos, como el tocilizumab, que bloquea el receptor al que se acopla una citocina importante, la IL-6. Por desgracia, este fármaco no parece mejorar el desenlace de la enfermedad en los ensayos clínicos. Cada vez son más los científicos y médicos que empiezan a mirar más allá de la tormenta de citocinas en busca de una explicación más satisfactoria de los daños provocados por la respuesta hiperinflamatoria contra la COVID-19.
También parece contribuir al trastorno inmunitario de la COVID-19 un péptido o proteína pequeña llamada bradicinina. Cuando volvieron a analizar los datos del líquido pulmonar de los pacientes, Michael R. Garvin del Laboratorio Nacional de Oak Ridge en Tennessee y sus colaboradores formularon la hipótesis de que la bradicinina induciría una respuesta inflamatoria, como las citocinas. Y estas últimas empeorarían esas «tormentas de bradicinina». El exceso de esta provocaría la dilatación masiva de los vasos sanguíneos y muchos de los síntomas sorprendentes que muestran los pacientes con COVID-19, como las arritmias y las paradas cardíacas súbitas. En los enfermos de suma gravedad también se ha observado un incremento notable de la síntesis de ácido hialurónico, cuyos agregados retienen gran cantidad de agua. El encharcamiento de los pulmones que se descubre en las autopsias hace patentes las funestas consecuencias que para algunos enfermos tiene la confluencia de esta afectación con la extravasación desde los vasos sanguíneos.
La implicación de la bradicinina en la COVID-19 no se ha confirmado aún, pero a pesar de que su medición directa sigue siendo difícil, los éxitos incipientes de un estudio exploratorio con el icatibant, inhibidor de un receptor de la bradicinina, respaldan la hipótesis de que bajar la concentración de este péptido aliviaría los casos graves.
Trampas microbianas defectuosas
La bradicinina también aparece en otra vía inflamatoria de la sangre de los enfermos, pues su síntesis se activaría con los neutrófilos, encargados de fagocitar los patógenos. Diferentes laboratorios, entre ellos el nuestro, hemos encontrado una enorme acumulación de neutrófilos en la sangre de algunos pacientes. La gran cantidad de citocina IL-8 que circula por la sangre con la COVID-19 atrae estas células hacia los focos de la infección, como los pulmones, y contribuye a que se vuelvan abundantes. Resulta clave la detección de esta elevación de los neutrófilos el primer día de hospitalización, pues predice de manera fiable el traslado a la UCI. Algunos artículos recientes los señalan como uno de los posibles culpables del cuadro de la COVID-19, por emitir las llamadas trampas extracelulares tendidas por los neutrófilos (TEN). Se trata de mallas de ADN, proteínas antimicrobianas y enzimas que aíslan y destruyen los patógenos, pero que, por desgracia, también dañarían el tejido.
En las muestras de autopsias pulmonares, Moritz Leppkes y sus colaboradores de la Universidad Friedrich-Alexander de Alemania han descubierto obstrucciones sorprendentes en los capilares sanguíneos por la agregación de las TEN. También han observado TEN en los vasos de muestras de hígado y riñón. Además de la obstrucción, las TEN degradan las proteínas anticoagulantes, lo que contribuye a la multiplicación de los coágulos en los casos graves. Reconociendo la posible implicación de estos agregados, la Universidad McGill ha anunciado un estudio piloto de un fármaco contra la fibrosis quística que desprende el ADN de los TEN.
Todos estos estudios han puesto de manifiesto que el SARS-CoV-2 dirige el sistema inmunitario contra sí mismo. Pero no solo las defensas innatas circulan sin control; el sistema inmunitario adaptativo también queda alterado. Una de las diferencias más evidentes entre la sangre de algunos pacientes con COVID-19 y las personas sanas es la acusada linfocitopenia, en concreto la escasez de linfocitos T, componentes clave de la inmunidad adaptativa a largo plazo. Se ha visto que el comportamiento de los linfocitos T de los enfermos moderados difiere del de los graves: los linfocitos que son específicos de un invasor, o antígeno, se acumulan normalmente como medida protectora, pero no ocurre así en los más enfermos.
Hay dos tipos de linfocitos T: unos eliminan sin demora las células infectadas por el virus y otros solo actúan contra cualquier invasor una vez que reciben la señal de las citocinas. Al igual que en otras infecciones respiratorias, se ha observado que los hospitalizados con COVID-19 pierden ambos, si bien persiste un pequeño remanente durante largo tiempo, hasta semanas en algunos casos. Gracias al estudio de otros virus respiratorios, sabemos que los linfocitos T abandonan la sangre para acantonarse en los tejidos infectados. Los infectados por estos virus elevan las concentraciones de las quimiocinas que guían a los linfocitos T hasta los focos infecciosos, como la CXCL9 y la CXCL10. En cambio, aunque la sangre de los pacientes con COVID-19 contiene multitud de quimiocinas, no observamos una abundancia parecida de linfocitos T. Diversos estudios se han centrado en los pulmones de los pacientes con cuadros graves de COVID-19 porque es ahí donde se aloja el virus. Con un método de secuenciación de nucleótidos denominado scRNA-seq(sigla en inglés para secuenciación del ARN de una única célula) se han identificado varios subconjuntos de células inmunitarias, entre ellas un conglomerado considerable de linfocitos T. Pero este hallazgo no aportó ninguna explicación completa. Ni estos experimentos con pulmones ni los estudios de autopsia de numerosos órganos explicaron la escasez de linfocitos T en la sangre. Es probable que la ausencia obedezca simplemente a su muerte y, de hecho, los datos de muchos grupos de investigación respaldan esta conclusión.
¿Cómo desaparecen entonces los linfocitos T? Muchos de ellos presentan un receptor que indica su propensión a la desaparición precoz en los pacientes con COVID-19. Otra posibilidad es que la médula ósea no pueda fabricar suficientes células precursoras que se diferencien en linfocitos T, por lo que escasearían entre las células maduras. Los estudios sobre el envejecimiento y otras enfermedades han demostrado sin lugar a duda que las citocinas modulan la producción de linfocitos T en la médula ósea. Pero a pesar de que en la COVID-19 aparecen las mismas citocinas inflamatorias, queda por confirmar que exista una conexión parecida. Por último, podría suceder que sea el propio virus quien acabe con ellos. Contrastar estas hipótesis nos indicaría con qué tratamientos se aumentarían sus efectivos.
Muchas de las graves manifestaciones inmunitarias de la COVID-19 aparecen en otras infecciones respiratorias víricas (elevación drástica de las citocinas, infiltración de células inflamatorias en los pulmones, TEN y disminución de los glóbulos blancos). El SARS-CoV-2 trae consigo sus propios desafíos, sobre todo una diseminación nunca vista durante la fase presintomática y entre las personas que no presentan síntoma alguno.
El SARS-CoV, responsable de la epidemia del 2003, alcanza el máximo de multiplicación relativamente tarde, a los 10 días de la aparición de los síntomas. El MERS-CoV llega a ese punto entre el 7.o y el 10.o día. El SARS-CoV-2 solo tarda de 3 a 5 días. Esa precocidad del pico significa que antes de que aparezcan los síntomas, lo que en la mayoría de la gente sucede cuatro o cinco días después del contagio, el infectado ya libera gran cantidad de partículas víricas. Es decir, disemina el virus por doquier antes de sentir el más leve picor de garganta.
La afectación de tantísimos órganos en los síntomas de la COVID-19 también parece un rasgo único entre los virus respiratorios. El SARS-CoV-2 ocasiona anosmia, obnubilación, problemas digestivos, coágulos sanguíneos, problemas cardiovasculares e incluso sabañones covídicos. También infecta las neuronas del cerebro. En los recuperados, las lesiones tisulares persisten meses. Todo esto no suscita tanta sorpresa si caemos en la cuenta de que los tres tipos de células que forman los vasos sanguíneos (endoteliales, pericitos y miocitos lisos vasculares) envuelven todos los tejidos y están salpicados de receptores ACE2. Y como este receptor es la puerta de entrada del SARS-CoV-2 a la célula, dichos tejidos constituirían una especie de alfombra roja. Para empeorar más las cosas, las tormentas de citocinas y de bradicinina dañan los tejidos que estas células forman.
A pesar de que su antecesor, el SARS-CoV, se sirve del mismo receptor y provoca tormentas de citocinas y SDRA, parecen ser raras las lesiones extrapulmonares graves, similares a las de la COVID-19. El 80 por ciento del genoma de ambos virus es casi idéntico, por lo que cabe sospechar que el 20 por ciento restante es el responsable de las diferencias. Otra explicación más simple sería que el SARS-CoV-2 ha infectado a muchas más personas que su predecesor (6700 veces más, de momento), y lo ha hecho ante los ojos de la comunidad científica.
Los últimos nueve meses de descubrimientos e innovación dan testimonio del compromiso y la entrega de los científicos y los profesionales sanitarios. Nunca han estado más unidos por un fin común, y nunca antes la traslación desde el laboratorio hasta el paciente había sido tan rápida como hoy. Este legado pervivirá pese a los éxitos o los fracasos de los cientos de ensayos que buscan un tratamiento contra la COVID-19. Las innovaciones permanecerán para luchar contra las pandemias futuras.