Por William A. Haseltine
Los conocimientos adquiridos en los últimos decenios sobre el VIH pueden servirnos para combatir la pandemia actual.
En síntesis
Mientras se dedican intensos esfuerzos en la lucha contra la COVID-19, todavía desconocemos la eficacia que tendrán las nuevas vacunas y tratamientos para contenerla o erradicarla. Las lecciones aprendidas en los últimos decenios sobre el sida pueden resultarnos de enorme utilidad en la actual pandemia.
Estas nos enseñan que las vacunas nunca constituyen una garantía, mientras que los tratamientos pueden ser la estrategia más eficaz; que el comportamiento humano desempeña un papel esencial en cualquier enfermedad; y que para poder aprovechar el conocimiento sobre virus anteriores es necesario financiar la investigación no solo mientras dura una pandemia, sino también cuando esta ya ha finalizado.
Nos hallamos inmersos en otro mortífero episodio de nuestra eterna lucha contra los microbios. Estas batallas han moldeado el devenir de la evolución humana y de la historia. Hemos visto la cara de nuestro adversario, en este caso, un virus diminuto.» Pronuncié estas palabras en mi declaración ante un subcomité del Senado de Estados Unidos el 26 de septiembre de 1985. Hablaba del VIH, pero hoy podría decir lo mismo sobre el coronavirus al que nos estamos enfrentando.
Como todos los virus, los coronavirus son especialistas en descifrar códigos. El SARS-CoV-2 desde luego que ha descifrado el nuestro. Podemos imaginarlo como una máquina biológica inteligente que ejecuta continuamente experimentos de ADN para adaptarse al ecosistema en el que habita. Ha causado una pandemia en buena medida porque actúa sobre tres de las vulnerabilidades más humanas: nuestras defensas biológicas, nuestro comportamiento social gregario y nuestras tensiones políticas latentes.
¿Cómo se desarrollará el enfrentamiento en los próximos años y décadas? ¿Cuál será el coste humano en muertes, enfermedades prolongadas, lesiones y otros trastornos? ¿Qué eficacia tendrán las nuevas vacunas y tratamientos para contener o incluso erradicar el virus?
No se sabe. Pero varias lecciones de la larga batalla contra el VIH, el virus de la inmunodeficiencia humana que causa el sida, permiten entrever lo que se avecina. El sida es uno de los peores azotes que ha afrontado la humanidad. El VIH es un experto descifrador de códigos. A finales de 2019, la cifra mundial de fallecidos por ese virus era de unos 33 millones de personas. Se han infectado en total 76 millones de personas y se estima que cada año se suman 1,7 millones más.
Con todo, debemos apreciar lo que han logrado nuestras defensas científicas. De los casi 38 millones de portadores del VIH actuales, 25 millones reciben tratamientos antirretrovíricos completos que previenen la enfermedad y contienen el virus hasta tal punto que es poco probable que lo transmitan. Y calculo que se han evitado otros 25 millones de infecciones o más, sobre todo en África subsahariana, porque la mayoría de los países han llegado a tener acceso a estos tratamientos.
Del combate en esta guerra épica contra el sida, los médicos, los virólogos, los epidemiólogos y los expertos en salud pública han aprendido lecciones cruciales que podemos aplicar a la batalla que libramos en el presente. Hemos constatado así que las vacunas nunca constituyen una garantía, mientras que los tratamientos pueden ser nuestra arma más importante. Hemos descubierto que el comportamiento humano desempeña un papel esencial en cualquier enfermedad y que no podemos subestimar la naturaleza de nuestra especie. También nos hemos percatado de la importancia de aprovechar el conocimiento y las herramientas adquiridos en epidemias anteriores, una estrategia que solo es posible si continuamos financiando la investigación entre las pandemias.
Desafíos de la vacuna
Las primeras observaciones del comportamiento del VIH en el organismo indicaron que el camino hacia una vacuna sería largo y difícil. Al extenderse el brote, comenzamos a rastrear los niveles de anticuerpos y de linfocitos T (los glóbulos blancos que combaten a los invasores) en los infectados. Sus elevadas cifras pusieron de manifiesto que los pacientes generaban respuestas inmunitarias sumamente activas, más potentes que las nunca vistas en cualquier otra enfermedad. Pero incluso actuando a la máxima capacidad, el sistema inmunitario no era lo suficientemente fuerte como para eliminar el virus por completo.
A diferencia del virus de la poliomielitis, que «perpetra un ataque relámpago» y despierta inmunidad a largo plazo después de una infección, el VIH «llega para quedarse»: una vez que entra en el cuerpo, el patógeno permanece en él hasta que destruye el sistema inmunitario y lo deja indefenso incluso contra infecciones leves. Además, el VIH evoluciona continuamente, es un oponente astuto que busca formas de eludir nuestras respuestas inmunitarias. Aunque ello no hace imposible obtener una vacuna, sí hizo sospechar, sobre todo cuando apareció el virus en la década de 1980, que no resultaría fácil. «Por desgracia, no puede predecirse con certeza si podrá fabricarse una vacuna contra el sida alguna vez», declaré en 1988 ante la Comisión Presidencial sobre la Epidemia de VIH. «Ello no implica que sea imposible producir tal vacuna, sino que no estamos seguros de conseguirlo.» Más de 30 años después, todavía no existe una vacuna que prevenga la infección.
Por lo que hemos visto del SARS-CoV-2, este virus interactúa con el sistema inmunitario de formas complejas, asemejándose a la polio en algunos de sus comportamientos y al VIH en otros. Tras casi 60 años de observación de distintos coronavirus, sabemos que el sistema inmunitario tiene la capacidad de eliminarlos. Y parece que también es así en general con el SARS-CoV-2. Ahora bien, igual que el VIH, los coronavirus que causan el resfriado común también tienen sus trucos. La infección por uno de ellos no suele conferir inmunidad frente a la reinfección o reaparición de síntomas por la misma cepa de virus, de modo que cada temporada regresan los mismos virus del resfriado. Estos coronavirus no son de los de «ataque relámpago», como la polio, ni del tipo «llega para quedarse», como el VIH. Los denomino virus que «se contraen y después se olvidan»: una vez eliminado, el organismo tiende a olvidar que combatió a este enemigo. Los primeros estudios sobre el SARS-CoV-2 apuntan a que podría comportarse como sus primos y despertar una protección inmunitaria pasajera.
La senda hacia la vacuna contra el SARS-CoV-2 estará llena de obstáculos. Aunque algunas personas con COVID-19 producen anticuerpos neutralizantes capaces de eliminar el virus, no todo el mundo los genera. Aún se desconoce si una vacuna estimulará tales anticuerpos en todos los que la reciban. Además, no se sabe el tiempo en que esos anticuerpos protegerán de la infección. Pueden pasar dos o tres años antes de que tengamos datos en los que basarnos y podamos fiarnos de los resultados.
Otra dificultad radica en el modo en que el virus penetra en el organismo: a través de la mucosa nasal. Ninguna de las vacunas que se están desarrollando ha mostrado capacidad para prevenir infecciones a través de la nariz. En los primates no humanos, algunas evitan que la enfermedad se propague con facilidad a los pulmones. Pero tales estudios no informan demasiado sobre el funcionamiento del mismo fármaco en los humanos; la enfermedad en nuestra especie es muy diferente a la de los simios, que apenas manifiestan síntomas.
Para tratar la COVID-19, igual que
el sida y el cáncer, se precisará
una combinación de varios
medicamentos
Del VIH aprendimos que los intentos de prevenir por completo la entrada del virus no dan buenos resultados, ni con el VIH ni con muchos otros virus, como los de la gripe y la polio. Las vacunas actúan más como alarmas de incendio: en lugar de evitar que este se produzca, piden ayuda al sistema inmunitario una vez se ha declarado el fuego.
El mundo ha puesto sus esperanzas en una vacuna contra la COVID-19. Es probable que los científicos anuncien un «éxito» en algún momento de este año, pero este no resulta tan sencillo como parece. Mientras redacto este artículo, las autoridades rusas comunican la aprobación de una vacuna contra la COVID-19. ¿Funcionará? ¿Será segura? ¿Será duradera? Nadie va a poder responder pronto a estas preguntas de manera convincente sobre ninguna vacuna de próxima aparición, tal vez hasta dentro de varios años.
Aunque hemos mejorado mucho las herramientas de la biología molecular desde los años ochenta, la parte más lenta del desarrollo de los fármacos sigue siendo ensayarlos en humanos. No obstante, la infraestructura creada para la investigación del VIH-sida está acelerando ahora el proceso de examen. Treinta mil voluntarios de todo el mundo participan en las redes creadas por los Institutos Nacionales de la Salud estadounidenses (NIH) para estudiar nuevas vacunas experimentales contra el VIH, y estas redes también se están aprovechando para los ensayos iniciales de las vacunas contra la COVID-19.
A la hora de tratar a un paciente que probablemente muera, los médicos aceptan el riesgo de emplear un medicamento que tal vez le provoque efectos nocivos pero aun así le salve la vida. En cambio, se inclinan menos a asumir tal riesgo cuando se trata de prevenir una enfermedad, pues la probabilidad de ocasionar un daño mayor al paciente es demasiado alta. Por este motivo, la búsqueda de una vacuna para prevenir la infección por el VIH ha ido durante décadas muy por detrás del desarrollo de fármacos para tratarla.
Centrarse en los tratamientos
Esos medicamentos representan ahora un ejemplo de éxito impresionante.
El primer grupo de fármacos contra el VIH fueron los inhibidores de la síntesis de ácidos nucleicos, conocidos como «terminadores de cadena». Insertan un nucleótido adicional de «terminación de cadena» en el momento en que el virus copia su propio ARN en ADN, lo que impide la elongación de la cadena del ADN del VIH.
En los años noventa se avanzó en la combinación de medicamentos para detener la infección por el VIH poco después de que los pacientes se hubieran expuesto al virus. El primer medicamento, AZT, se aplicó de manera inmediata a los profesionales sanitarios expuestos por el pinchazo accidental con una aguja contaminada con sangre infectada. También se empleó para reducir la transmisión maternofetal. En esos años, el tratamiento prenatal de madres con sida rebajó en dos tercios el número de recién nacidos infectados. Hoy en día, la polifarmacoterapia disminuye la transmisión de madre a hijo a niveles indetectables.
El siguiente grupo de medicamentos fue el de los inhibidores de la proteasa, uno de los cuales ayudé a desarrollar. El primero se introdujo en 1995 y se combinó con otros fármacos para tratar a los pacientes. Su acción consiste en inhibir la proteasa vírica, la enzima que divide las largas proteínas precursoras del virus en sus componentes activos, más pequeños. Pero estos fármacos, así como los que inhiben las polimerasas víricas (enzimas que contribuyen a generar el ADN del virus), plantean un gran problema. El organismo humano también emplea proteasas en su funcionamiento normal y necesita polimerasas para replicar los propios ácidos nucleicos. Los mismos fármacos que inhiben las proteínas víricas también frenan nuestras propias células. La diferencia entre la concentración del fármaco que reprime las enzimas víricas y la que inhibe las humanas se denomina índice terapéutico. Representa el margen en el que el medicamento es eficaz contra el virus sin causarnos efectos secundarios excesivos. Este margen es bastante estrecho en todos los inhibidores de la polimerasa y de la proteasa.
El tratamiento de referencia actual del sida es la llamada terapia antirretrovírica, en la que el paciente toma un cóctel de al menos tres medicamentos distintos que atacan al VIH de diferentes maneras. La estrategia se basa en los logros obtenidos anteriormente en la lucha contra el cáncer. A finales de los setenta, monté un laboratorio en el Instituto de Cáncer Dana-Farber de la Universidad Harvard a fin de desarrollar nuevos productos para tratar a pacientes oncológicos. Con el tiempo, las células cancerosas generaban resistencia a los distintos medicamentos, pero las combinaciones de ellos conseguían retrasar, detener o destruir los tumores. Así pues, aplicamos al VIH la lección de la polifarmacoterapia. A principios de la década de 1990, las primeras combinaciones de tratamientos contra el sida salvaban la vida a las personas infectadas. Hoy en día, una infección no es ni mucho menos la sentencia de muerte que era; los pacientes viven ahora casi sin que les afecte el VIH, con una repercusión relativamente mínima en la esperanza de vida.
Ya sabemos que la resistencia a los fármacos individuales obstaculizará los tratamientos de la COVID-19. En los primeros estudios de laboratorio, se ha observado una rápida aparición de resistencia a productos anti-SARS-CoV-2 administrados solos. Para tratar esta enfermedad, igual que el sida y el cáncer, se precisa una combinación de medicamentos. El objetivo actual de las industrias biotecnológica y farmacéutica es desarrollar una serie de fármacos específicos y muy potentes dirigidos a distintas funciones del virus. Décadas de investigación sobre el VIH nos muestran el camino y nos dan confianza en que con el tiempo alcanzaremos el éxito.
Comportamiento humano
A principios de los años ochenta, mientras intentábamos comprender y combatir la epidemia de sida, el médico y virólogo Robert Redfield (que en la actualidad dirige los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos) y yo nos hicimos buenos amigos. Enseguida percibimos que, si bien muchos políticos de todo el mundo se negaban a reconocer la amenaza que suponía el VIH para la población, las fuerzas armadas constituían una excepción. Casi todos los países consideraban que el sida representaba un grave peligro para las tropas y su estado de preparación, que podría consumir cuantiosos fondos militares en el futuro. Redfield, entonces en el Centro Médico Militar Walter Reed, contribuyó a diseñar y gestionar un programa para detectar la infección por VIH en la totalidad de los cuerpos armados de Estados Unidos (aunque las consecuencias de esta prueba fueron controvertidas, ya que los reclutas que dieron positivo quedaron excluidos del servicio).
En aquel momento no había fármacos contra la enfermedad que mataba a más del 90 por ciento de los infectados. Cuando uno solo de los miembros de una pareja examinada estaba infectado, los médicos les recomendaban encarecidamente que emplearan preservativos. Me sorprendió saber que menos de un tercio siguió el consejo. «Si la gente no responde ante el peligro letal de mantener relaciones sexuales sin protección con su cónyuge, estamos en un verdadero apuro», pensé. Durante los cinco años siguientes, más de las tres cuartas partes de los miembros no infectados de las parejas contrajeron el VIH.
Siempre he utilizado esa experiencia como guía para comparar la esperanza con la realidad. La sexualidad humana (el impulso por el sexo y el contacto físico) está profundamente arraigada en nuestra naturaleza. Sabía que en los años ochenta era muy poco probable que las personas cambiaran su conducta sexual de manera importante. En el siglo XIX todo el mundo conocía cómo se contraía la sífilis y que era una enfermedad grave. Sin embargo, por lo menos entre el 10 y el 15 por ciento de los ciudadanos estadounidenses seguían contagiándose de este mal a principios del siglo XX. No es que ignoraran cómo se transmitía, sino que no cambiaban su estilo de vida para evitarlo.
No tendríamos ninguna esperanza
en derrotar a la COVID-19 si no fuera
por los avances en biología molecular
logrados en las batallas anteriores
contra otros virus
También existe una dinámica sexual en la COVID-19 que no suele mencionarse. Forma parte de lo que impulsa a la gente a salir de casa e ir a bares y fiestas. Quien tenga ganas de tomar una cerveza puede saciar la sed en la seguridad de su propio hogar, pero la satisfacción de otros deseos no es tan fácil, sobre todo cuando uno es joven, soltero y vive solo. Las estrategias de salud pública no deben pasar este hecho por alto.
Lo que aprendimos durante la epidemia del VIH para ayudar a los jóvenes a modificar su comportamiento es hoy igual de válido para la COVID-19: conoce tu riesgo, conoce a tus parejas y toma las precauciones necesarias. Muchos jóvenes actúan con la falsa presunción de que, incluso si se infectan, no enfermarán gravemente. No solo esta creencia es errónea, sino que hasta aquellos con infecciones asintomáticas pueden sufrir daños graves y duraderos. Por tanto, cuantas más personas entiendan el riesgo, los jóvenes en especial, más probable será que tomen las medidas necesarias para protegerse a sí mismos y a los demás. Es lo que sucedió con el sida.
Financiación
Cuando pregunto a expertos internacionales qué saben acerca de los pormenores de la biología molecular del SARS-CoV-2 o, es más, de cualquier otro coronavirus, no conocen las respuestas que deberían. ¿Por qué? Porque los Gobiernos y la industria cancelaron la financiación de la investigación de los coronavirus en 2006, una vez contenida la primera pandemia de SARS (síndrome respiratorio agudo grave) y, de nuevo, en los años inmediatamente posteriores al brote de MERS (síndrome respiratorio de Oriente Medio, también causado por un coronavirus), cuando parecía ser controlable. En todas partes, no solo en Estados Unidos, sino también en China, Japón, Singapur, Hong Kong y Oriente Medio (los países afectados por el SARS y el MERS), los organismos encargados de la financiación subestimaron la amenaza de los coronavirus. A pesar de las claras advertencias, persistentes y estentóreas, de muchos de los que lucharon en primera línea contra el SARS y el MERS, los fondos se agotaron. El desarrollo de fármacos prometedores contra ambos, que también podrían haber sido activos contra el SARS-CoV-2, quedó inconcluso por falta de dinero.
Con 1,3 millones de muertos y 55 millones de infectados en todo el mundo al cierre de esta edición, tenemos muy buenas razones para agilizar la financiación. La pasada primavera, Estados Unidos abrió enseguida el grifo del capital para la investigación con objeto de acelerar los descubrimientos de vacunas y medicamentos. Pero ¿será suficiente?
La crisis del VIH nos enseñó la importancia de contar con líneas de investigación ya establecidas. La investigación del cáncer en los años cincuenta, sesenta y setenta del pasado siglo sentó las bases para los estudios del VIH y del sida. El Gobierno estadounidense respondió a la preocupación pública con un drástico aumento de la financiación federal para la investigación del cáncer durante esas décadas. Aquellos esfuerzos culminaron con la aprobación por el Congreso de la Ley Nacional del Cáncer del presidente Richard Nixon en 1971. Con esta consignación de 1600 millones de dólares (que equivaldrían hoy a 10.000 mil millones) para la investigación oncológica, se obtuvieron los conocimientos científicos necesarios para identificar y comprender el VIH en la década de 1980, aunque, por supuesto, nadie sabía que daría esos frutos.
En esa época, el Gobierno de Reagan no quería hablar del sida ni asignar demasiados fondos públicos a su investigación. La primera vez que el presidente Ronald Reagan pronunció un discurso importante sobre el sida fue en 1987. En su primer Gobierno, la financiación para la investigación del VIH fue escasa; pocos científicos estaban dispuestos a comprometer su carrera por descifrar la biología molecular del virus. Sin embargo, una vez que se conoció la noticia de que el actor Rock Hudson estaba gravemente enfermo de sida, el jefe del grupo republicano del Senado, Ted Stevens, se unió al senador demócrata Ted Kennedy, a la actriz Elizabeth Taylor, a mí mismo y a otros en una campaña que consiguió sumar 320 millones de dólares al presupuesto de 1986 para la investigación del sida. Los líderes republicanos del Senado Barry Goldwater, Jesse Helms y John Warner nos apoyaron. El dinero fluyó y destacados científicos se nos unieron. Intervine en el diseño de este primer programa de investigación sobre el sida financiado por el Congreso de los Estados Unidos, en colaboración con Anthony Fauci, el médico que ahora lidera la lucha de nuestro país contra la COVID-19. (Y si hay alguien en el mundo que ha hecho la mayor contribución a la prevención y el tratamiento del sida, ese es Fauci.)
Una diferencia entre aquellos años y la actualidad es que los miembros republicanos del Congreso estaban más dispuestos a plantar cara al presidente y al personal de la Casa Blanca por no tomar las medidas necesarias para combatir una enfermedad mundial. Por ejemplo, Stevens decidió asumir la tarea de proteger de la infección por el VIH, en la medida de lo posible, a las Fuerzas Armadas y los Servicios Secretos de la nación. Contribuyó a reasignar 55 millones de dólares del presupuesto de defensa para consignarlos a la detección del VIH y del sida en los reclutas.
Nuestras herramientas para la investigación farmacéutica y de virus han mejorado enormemente en los últimos 36 años desde que se descubrió el VIH. Este es uno de los motivos por los que estoy convencido de que tendremos medicamentos antivíricos para tratar la COVID-19 el año que viene, o incluso antes. Lo que se tardaba cinco o diez años en los ochenta y los noventa, en muchos casos se consigue ahora en cinco o diez meses. Tenemos la capacidad de identificar y sintetizar rápidamente sustancias que nos permiten predecir los fármacos que resultarán eficaces. Gracias a la criomicroscopía electrónica podemos explorar estructuras virícas y simular interacciones moleculares en cuestión de semanas, algo que solía llevar años. La máxima es no bajar nunca la guardia a la hora de financiar la investigación contra los virus. No tendríamos ninguna esperanza de derrotar a la COVID-19 si no fuera por los avances en biología molecular logrados en las batallas anteriores contra ellos. Lo que aprendamos ahora nos servirá en la próxima pandemia, pero es imprescindible mantener las aportaciones económicas.
Un salto a la oscuridad
En noviembre de 2019 pasé varios días en Wuhan presidiendo una reunión de la Cumbre de Salud entre Estados Unidos y China. La principal preocupación de nuestro grupo era la amenaza de restricciones en la comunicación de descubrimientos científicos que se cernía en medio de la guerra comercial entre los dos países. Por lo demás, fue un momento encantador en una bonita ciudad.
Semanas después, de vuelta a casa en la ciudad de Nueva York, seguía aquejado de un resfriado persistente que contraje en el viaje a Wuhan. (Más tarde di negativo en anticuerpos contra la COVID-19, pero ese resultado no es definitivo.) El director de mi fundación en China me llamó un día con una noticia terrible. Tres de sus abuelos habían fallecido por un virus desconocido. «Quien lo contrae, enferma gravemente», aseguró mi colaborador, de unos 35 años. «Todo está cerrado. Ni siquiera puedo asistir a los funerales de mis abuelos.»
Al cabo de pocas semanas, me enteré de primera mano sobre la enérgica respuesta de China a la epidemia en un vívido relato de otro colaborador que acababa de pasar 14 días de aislamiento en un hotel en cuarentena. Me explicaba que unos días después de que un pasajero que viajaba en la parte posterior de su vuelo de Fráncfort a Shanghái diera positivo en coronavirus, los rastreadores llamaron a mi amigo para pedirle que permaneciera aislado. Desde entonces, su único contacto humano era con los inspectores vestidos con trajes de protección que acudían a diario para desinfectar su habitación y llevarle las comidas.
Estamos empezando a vislumbrar las posibles consecuencias a largo plazo de la COVID-19. Es un virus nuevo, por lo que no tendremos una idea más clara hasta dentro de unos años, pero sabemos que serán enormes. Apenas hemos explorado la superficie de la biología molecular de los coronavirus. ¿Qué contarán nuestros hijos y nietos sobre nuestros éxitos como científicos y como sociedad, y sobre nuestros fracasos, para contener esta pandemia, la peor a la que nos hemos enfrentado desde hace cien años?
La ciencia se adentra en la oscuridad, hasta el verdadero límite del conocimiento humano. Aquí, al igual que en las profundidades de una caverna, empezamos a excavar un muro de dura roca. No sabemos lo que encontraremos al otro lado. Algunas personas le dedican toda la vida y solo acumulan un montón de piedras. Puede que nos espere una pandemia prolongada, o quizá tengamos suerte y logremos desarrollar pronto tratamientos y vacunas eficaces. Pero ya hemos estado aquí antes, frente a un enemigo vírico desconocido, y podemos apoyarnos en las lecciones aprendidas. Esta no es la primera pandemia ni será la última.