Margarita Rodríguez
BBC News Mundo
“Yo soy una gringa para ellos”, dice con una sonrisa la antropóloga italiana Francesca Mezzenzana. “Pero a mi hijo, todos lo perciben como un Runa”.
En 2015, cuando su hijo tenía cuatro meses, se fue al Amazonas ecuatoriano, a un poblado indígena de unos 500 habitantes. Esa experiencia, que la marcó profundamente no solo como académica sino como madre, la plasmó en el ensayo “Amazonian childcare” (“Cuidado infantil en el Amazonas”), publicado en el sitio Aeon.
Mezzenzana tiene un doctorado en antropología de la London School of Economics y es la investigadora principal del proyecto LearningNatures del Centro Rachel Carson para el Medio Ambiente y la Sociedad, en Múnich, Alemania. Desde esa ciudad nos contó cómo el pueblo Runa le ha demostrado “sutil, pero implacablemente que hay más de una forma de florecer como seres humanos”.
En el Día Internacional de los Pueblos Indígenas, compartimos la vivencia que nos contó en la siguiente entrevista:
¿Por qué se fue a vivir con su bebé a la comunidad de los Runa?
He trabajado en la provincia de Pastaza, la región amazónica de Ecuador, desde 2011. Mi pareja es de allí y la primera vez que me fui a vivir allá lo hicimos por tres años. Desde entonces, vamos cada año por periodos de seis u ocho meses.
Cuando nació nuestro hijo, quisimos llevarlo para que la familia lo conociera. No lo pensé mucho, pero la gente de mi entorno se sorprendía: “¡Cómo te vas a ir a un lugar tan remoto!” Sí, la Amazonía de Ecuador es remota, pero también es mi casa. Ahí viven mis familiares, tenemos una choza. Así que para mí fue una decisión instintiva.
En su artículo nos habla de Digna, “una mujer sabía que crió 12 hijos”.
Digna era la abuela de mi esposo. Falleció hace unos cuatro años.Solo hablaba kichwa, tuvo una vida increíble. Su papá, que era un chamán muy conocido en el área, no la envió a la escuela.
Creció con una disciplina dura, pero muy bella también. Aprendió a curar con las plantas, a caminar, a conocer la selva. Fue una de las personas que más me enseñó en mi tiempo en Ecuador.
Era una de las mujeres que llaman sinchi warmi, que quiere decir: mujer fuerte, sabia. Aún hay, pero las mayores ya se están yendo y es muy triste porque con ellas se va una manera entera de ver el mundo y de vivir.
¿Recuerda cómo fue ese encuentro entre Digna y su bebé?
Ella estaba muy feliz de que hubiésemos ido y de ver a este niño que ella decía era “de dos mundos”. Fue muy cariñosa y quería encargarse de él, pero tenía mucho cuidado conmigo porque intuía que la manera de criar los hijos en Europa es muy distinta a como se hace en la Amazonía.
Tenía sus ideas de lo que había que hacer con un bebé, pero siempre fue muy respetuosa. Cuenta que cuando la vio metiendo a su hijo en el baby sling, el portabebés, le preguntó a su esposo: “¿Qué está haciendo?”. ¿Cómo recuerda ese momento?
Fue muy chistoso. Yo había comprado un portabebés último modelo, había pasado mucho tiempo escogiéndolo, y cuando Digna me ve meter a mi hijo, tras muchos intentos porque él no quería y lloraba, le pregunta a mi esposo: “¿Por qué está comprimiendo al niño dentro de eso? El niño no puede mover la cara, solo ve el pecho de su mamá”. La forma en que lo planteó no era como si me estuviera juzgando, sino más bien que estaba sorprendida, quería entender por qué lo hacía.
Yo no supe qué contestar y me hizo reflexionar: si ella está sorprendida, quiere decir que lo que estoy haciendo no es obvio. Tiene que haber una narrativa cultural detrás de esto. Ahora la que tenía curiosidad era yo y, además, me surgieron dudas.
Con su portabebés, partió de la idea de que su hijo “necesitaba ser protegido del mundo”, pero para los Runa, los niños “necesitan ver el mundo al que pertenecen”. Ellos, escribió, son cargados en la espalda o en la cadera para que puedan ver “hacia afuera”. Ese acto encierra una filosofía de vida ¿no?
Sí, me acuerdo que cuando compré el portabebés, en los sitios web que visité lo vendían como ideal para desarrollar el vínculo de apego. También estaba la idea de que era importante proteger a los bebés para que no escucharan demasiados ruidos, ni miraran demasiadas cosas.
Cuando te vas a la Amazonía, pero no solo allá sino en cualquier lugar que no sea Europa o Estados Unidos, ves a niños que participan en la vida social todo el tiempo. No existe el concepto de que el niño tiene que ver poco, estar tranquilo, que el mundo es demasiado para él. Si uno lo piensa bien, esa idea de que el mundo es demasiado para un bebé es ridícula en el sentido de que los humanos son animales, vivimos adentro del mundo. Aunque los niños estén recién nacidos, en las comunidades Runa, están con las mamás en las fiestas, visitando otras casas, están en la selva.
Señala que existe la idea en las sociedades postindustriales que las experiencias en la infancia temprana son clave en el éxito del desarrollo cognitivo y emocional. ¿Qué visión tienen los Runa? Mi percepción es que los Runa tienen una idea mucho más flexible de lo que es el desarrollo humano y no tienen este paradigma de que todo lo que pasa en la primera edad es fundamental para lo que vendrá.
De hecho, muchos psicólogos del desarrollo coinciden en que se trata de una idea muy singular la que hemos desarrollado en los últimos 50, 60 años: que lo que pasa en los primeros tres años tiene consecuencias muy serias para el futuro de nuestros hijos. Seguramente, hay cosas que pueden tener una influencia, pero no son irreversibles. Dice que su estadía con los Runa tuvo repercusiones en su vida como antropóloga y como madre. ¿Cómo?
En ese primer viaje con mi hijo, él estaba feliz. Esa experiencia me ayudó a ver que hay otras maneras de criar a los hijos.
Me hizo reconsiderar muchas cosas que aquí, en Alemania, en Italia, en Inglaterra, donde he vivido muchos años, son consideradas como esenciales y si no las haces eres una mala mamá o tu hijo va a tener problemas en el futuro.
Relata que la forma de cuidar a su bebé, como interrumpir cualquier cosa que estuviese haciendo para atenderlo o incluso anticipar sus necesidades, empezó a llamar la atención y a generar reacciones en la comunidad, que pasaron “del humor a la preocupación”. ¿Cómo fue eso?
Por mucho tiempo, los familiares, los vecinos, me observaron. Se notaba que estaba muy cansada, muy concentrada en mi hijo y que no veía nada más, ni hacía nada más. Yo creo que era muy inútil como miembro de la familia. Me empezaron a hacer bromas sobre este amor infinito que le tenía a mi hijo. Una de las cosas que me dijeron en tono de chanza fue: “Estas mamás gringas cómo quieren a sus hijos”.
Una de las diferencias más grandes que mi esposo encuentra entre los europeos y los Runa es que según él cuando a nosotros se nos muere alguien es como el fin del mundo, mientras que para él, para los Runa, es parte de lo que tiene que ser, aunque sea triste, tienen una actitud casi como la de los budistas. Saben que la muerte y el dolor son parte de la vida y no me refiero a que lo comprendan conceptualmente, sino que lo viven. Es algo que admiro mucho y que me da un poco de envidia. Y eso empieza en la niñez.
Cuenta que la gente empezó a “rebelarse” de buena manera y que cuando un vecino se llevó al bebé de paseo, su esposo al verla buscarlo frenéticamente, le dijo: “Deja de perseguir a la gente, el niño está bien”. Eso pasó varias a veces. Cuando me iba a hacer algo rápido y dejaba al niño con su papá, alguien se lo llevaba a dar una vuelta.