Francisco Morán

 

El 17 de marzo de 2022 el sitio web de Cubadebate reprodujo una nota del Tribunal Provincial de La Habana sobre los juicios seguidos contra 129 ciudadanos por su participación en las protestas del 11 de julio en la esquina de Toyo y La Güinera.

Exceptuando el caso de un sujeto que fue absuelto, los restantes 128 fueron condenados a penas de privación de libertad que oscilan entre 4 y 30 años. En el artículo se omiten los cargos individuales, así como la edad y raza de los condenados. Igualmente, cabe advertir que el Tribunal acusó a los ciudadanos encausados de “cometer y provocar graves disturbios y hechos vandálicos, con el propósito de desestabilizar el orden público, la seguridad colectiva y la tranquilidad ciudadana”. Por esta razón era de esperar que dichas acusaciones aparecieran o se reflejaran en los delitos contemplados en el Código Penal, por los cuales habrían sido sentenciados. Sin embargo, después se afirma que “consideró probado y demostrado que el 11 de julio de 2021, en la Esquina de Toyo, municipio de Diez de Octubre, obedeciendo instruccionesimpartidas por personas tanto desde Cuba como desde el exterior, los acusados intentaron subvertir el orden constitucional, de forma violenta”.

Ahora bien, según el Tribunal, los 128 acusados fueron “juzgados responsables de los hechos, según cada caso, por los delitos de Sedición y Hurto, previstos y sancionados en los Artículos 100 a), 322.1 y 323 del Código Penal”.

No hace falta ser graduado o estudiante de Leyes para apreciar la arbitrariedad y la violencia premeditada con que se aplicó el Código Penal.

Las acusaciones mencionadas inicialmente no se corresponden con los artículos del Código Penal invocados para justificar las sentencias. Ninguna de ellas incluye, ni explícita ni implícitamente, el delito de hurto. Menos aún dejan entrever siquiera las supuestas instrucciones del exterior, ni del interior, bajo las cuales habrían actuado.

Además, uno no puede sino preguntarse qué relación lógica, de continuidad, existe entre el hurto y la sedición. Hay que subrayar que las imputaciones más serias, como las de desestabilizar “el orden público, la seguridad colectiva y la tranquilidad ciudadana, en modo alguno apuntan a la subversión del orden institucional, que es justamente lo que habría justificado los cargos de sedición.

El informe del Tribunal afirma rotundamente que los cargos han sido probados y demostrados —la redundancia toma aquí el lugar de la evidencia—. Pero lo cierto es que no la Fiscalía, sino el propio presidente Miguel Díaz-Canel, desde el 11 de julio mismo, afirmó y repitió —y con él todos sus voceros en los medios públicos— que las protestas habían sido financiadas y organizadas desde Estados Unidos. Idéntico argumento ya había sido ensayado contra Luis Manuel Otero Alcántara y Tania Bruguera sin que el Estado hubiera sido capaz de presentar pruebas conclusivas. En cualquier Estado de derecho resultaría en principio sospechosa la perfecta alineación político-legal del poder político con el judicial. Pero Cuba, como lo admitió el propio Díaz-Canel, no es un Estado de derecho pues no existe separación de poderes.

Lo anterior quiere decir que el proceso legal que “encontró” culpables a esos 128 ciudadanos fue una mascarada; ya habían sido juzgados y condenados públicamente por el presidente de Cuba.

Ahora bien, ¿qué ha pasado con esas personas que, supuestamente, desde Cuba al menos, dieron instrucciones a los encartados? Cierto, es posible que estén entre los condenados, pero ni esto se menciona en el informe ni tenemos tampoco evidencia alguna de que sea el caso. Pero lo más importante es, con todo, el hecho irrefutable de que el gobierno cubano, desde el 11 de julio hasta ahora, ha sido incapaz de presentar evidencia alguna —ni circunstancial siquiera— de que las protestas hayan sido financiadas u organizadas desde el exterior —más específicamente desde Estados Unidos—. Ni tampoco de que tuvieran la intención de derrocar al Estado, o sea, subvertir el orden “socialista” institucionalizado.

Como afirmó Fidel Castro mismo en su autodefensa en el juicio que se le siguió por el asalto al Cuartel Moncada, “[e]s un principio elemental de derecho penal que el hecho imputado tiene que ajustarse exactamente al tipo de delito prescrito por la ley. Si no hay ley exactamente aplicable al punto controvertido, no hay delito”.[1] Castro afirmó, además, que “[e]l derecho de insurrección frente a la tiranía [y no olvidemos que aquí se invoca el derecho a la sedición] es uno de los principios que, esté o no esté incluido dentro de la Constitución Jurídica, tiene siempre vigencia en una sociedad democrática”.[2] El problema con esto es evidente. Su afirmación revela que, en efecto, el derecho político en una sociedad democrática consiste en poder cuestionar la legitimidad del poder.

Las protestas del 11 de julio —y las posteriores— no tuvieron como objetivo un cambio de gobierno, pero sí desafiaron al Estado, y fue este desafío el que hizo temer al Gobierno la posibilidad de que fueran solo el inicio de un movimiento mayor que le hiciera perder su cada vez más precaria legitimidad.

¿Pero qué argumentó Fidel Castro para defender su derecho a la rebelión? Acudió a la historia. “Los pensadores de la antigua India,” le recordó al tribunal, “ampararon la resistencia activa frente a las arbitrariedades de la autoridad”. Y las ciudades de Grecia y de la República romana “no solo admitían sino que apologetizaban [sic] la muerte violenta de los tiranos”.[3] Sin embargo, cuando José Antonio Echevarría y el Directorio Estudiantil asaltaron el Palacio Presidencial para matar a Batista, lo censuró etiquetándolo de terrorista.

La conclusión —claro— es que, desde 1959, Fidel Castro ilegalizó el disenso, la verdadera crítica política, que era la única forma de mantenerse, por la fuerza, en el poder. ¿Y no es acaso la censura del pensamiento libre la manifestación más clara de la tiranía? En 1959 él mismo expresó que ningún gobernante podría permanecer por mucho tiempo en el poder porque la gente se cansaba. ¿Cómo fue que pasó de aquí a no solo creer, sino a implícitamente dictar que había que amarlo, que nadie podía cansarse de él? Continuidad no significa sino eso: sujetar el poder por todos los medios y asegurar así su herencia a sus beneficiarios directos: la cúpula militar y burocrática.

Por esto, creo importante pensar el cargo de sedición con el cuidado que requiere.

Empecemos por aclarar que esta figura legal no es exclusiva del Código Penal cubano. Etimológicamente, sedición vienedel latín seditio, seditionis (alejamiento, desunión, ida lejos, apartamiento de un poder establecido o una marcha común, de donde también levantamiento o sublevación). En inglés encontramos lo mismo. Se puede invocar la sedición, aun si no amenaza la existencia misma del Estado o su autoridad en toda su extensión. De aquí que las condenas impuestas a los 128 ciudadanos no son el castigo a ningún intento de derrocar al Gobierno —esto es, “subvertir el orden constitucional”—, sino un modo ejemplarizante de desalentar cualquier otro intento de disenso en la ciudadanía.

Las condenas han sido deliberadamente crueles y excesivas por la razón apuntada. No obstante, el mismo Estado, que se había quejado de estar bajo el asedio del soft power, decidió usar el hard power —nunca ha sido más evidente el significado del peso de la ley— para producir terror.

En efecto, estos juicios aparecen ante nosotros como la versión socialista de la operación Shock and Awe (Rob Reiner, 2017) contra Iraq. En ambos casos la meta es la misma: producir un terror que paralice al otro. Cuando leemos las respuestas en Cubadebate nos percatamos de que ese es el mensaje que muchos de ellos han captado y respaldan. Salvo contadas excepciones, apoyan los resultados del proceso, confían en su transparencia. Así, vemos repetirse el llamado a actuar y/o la celebración de la “mano dura”: “No creo excesiva la sancion, si hubiera sido yo le habria aplicada cadena perpetua a muchos, las leyes cubanas son un poco flojas, y no es solo mi criterio, muchos pensamos igual”, “Correcto, y si mas los hubiesen sancionado mejor aún, que aprendan a respetar, no ses van a quedar ganas de repetirlo. Así debe ser siempre, que caiga sobre sí la justicia revolucionaria, FELICIDADES A nuestros tribunales”.[4]

Como se ha hecho ya frecuente, no faltan cubanos que comparan estas penas con lo que, según ellos, habría pasado en Estados Unidos. Esto es una ventana a la bancarrota moral y a la hipocresía cubanas que, mientras por un lado presume de superioridad moral respecto al imperio, por el otro se escuda tras este para justificar e incluso minimizar su propia crueldad:

“En Estados Unidos, solo por responderle a un policia, el interpelado, se puede encontrar hasta un tiro, asi que estos delincuentes pueden darse con una piedra en el pecho, que hasta las penas, fuertes, son penas magnanimas, comparadas con el sistema penal yanky.

CUBHasta, les deja abierta una puerta posible para un retorno posible a la vida en sociedad”. [sic]

Vale destacar que la crueldad de los propios lectores sobresale sobre todo en aquellos casos en que otros hacen algún señalamiento que, involuntariamente o no, implica un hurgar en la conciencia, en el rostro del horror. Esto lo vemos sobre todo en las sugerencias de que se hicieran públicas las edades de los condenados y en los comentarios sobre las condenas que a algunos les parecen excesivas.

Por ejemplo: “Estoy en contra de la violencia en cualquiera de sus manifestaciones, pero hay que ver que esas condenas son mas largas que las que se le imputan a los asesinos, recordar que ahi hay muchos padres de familia o hijos de madres sin sustento”.

La cuestión legal para este lector está indisolublemente ligada a la cuestión humana y ambas cosas son pisoteadas por la respuesta que recibe: “Tenian que haberlo pensado mejor…son responsables de sus actos, nada justifica el vandalismo y las agresiones…todos los paises tienen leyes y hay que cumplirlas…”.

Sin embargo, este comentario negativo es respondido con un contundente argumento: “Eso hasta el día en que le apliquen a usted o a un familiar suyo una condena desproporcionada. Esas personas cometieron hechos sancionables pero las condenas son brutalmente excesivas. No le hagamos daño a nuestro proyecto de país convirtiendo la justicia en venganza. No mataron a nadie y no se puede condenar a nadie por lo que hubiera podido pasar”.

Otra lectora había publicado antes un comentario similar en el que, luego de decir “mi opinión y espero que se respete y me publiquen” —dejando entrever la censura que opera en el sitio—, expresó: “30 o ventipico me parecen excesivos teniendo en comparación que no hay acto de violencia mayor o delito o crimen peor que pueda cometer un ser humano que quitarle la vida a otro ser humano ,por lo que condenas mayores a las de asesinato no me parecen correctas , repito espero que se respete mi opinión”.

Me interesa este comentario porque la respuesta que recibe es, pudiera decirse, peculiar. Quien la da, excepto por muy pocos acentos que faltan, se expresa con absoluta corrección gramatical y ortográfica. Pero, sobre todo, el argumento legal que ofrece —huyendo del teque— permite especular que conoce de leyes. Es posible que, a esta persona —y probablemente también a otras—, se le haya asignado responder los desafíos legales que podrían hacer algunos lectores. Es decir, no descarto que el tribunal estuviese consciente de la falta de fundamentación legal de los cargos y las condenas, y hubiese consciente de la falta de fundamentación legal de los cargos y las condenas, y hubiese querido paliar esto de alguna manera.

Así, comienza reconociendo que el delito de asesinato “tiene un marco sancionador de 15 a 30 años de privación de libertad, o pena de muerte” —obsérvese el lenguaje— y sigue argumentando:

“[c]uando son varias las acciones delictivas, el tribunal emite una sanción individual por cada una de ellas, y luego a partir de estas conforma un marco sancionador nuevo, en el cual el minimo es la mayor de las sanciones individuales, y el maximo es la suma de todas las sanciones penales impuestas, a partir de lo cual emite una sanción conjunta y unica, de ahí las sanciones altas en privación de libertad”.

Básicamente, tanto las acciones delictivas como las penas correspondientes son susceptibles de ser agrupadas a discreción de la instancia judicial y producir así el resultado —permítanme la expresión— deseado por la maquinaria represiva. Según esta lógica, Dayron Martín Rodríguez y Miguel Páez Estiven, condenados a 30 años de prisión, pudieron haber sido condenados a muerte.

https://www.hypermediamagazine.com/sociedad/cuba-juicios-terror-tribunales/