Por  Esteban Fernández Roig

 

  Y … OTRO IMPRIME DIOS

Son las que nos tuvieron en sus vientres, las que pasaron los dolores al parirnos, las que nos amamantaron, las que más nos han querido.

Y en reprocidad todos sentimos haber tenido “la mejor madre” del mundo. Y eso es verdad.

Siempre bella para sus hijos, protectora, halagadora, ciega ante cualquier defecto de su prole, enfermera, consejera, adivina, altruista y abnegada.

La madre cubana sabe mezclar los regaños con tremendo amor, con dulzura y con consentir al niño en todo lo que este quiere.

El hijo puede tener 40 años y todavía ella lo considera  “el nené” de la casa.

Si la madre cubana sospecha que el muchacho no se siente bien comienza un millón de remedios caseros que van desde ponerle dos frazadas por encima a su hijito para “que sude la fiebre” hasta embadurnarle el pecho con Vicks Vaporub.

Estas atenciones iniciales de nuestras madres nos  persiguen por el resto de nuestras vidas, nos acostumbramos  a ellas y hasta cuando un viejito cubano, coge un tremendo catarro, todavía ( a esas alturas de su vida) se acuerda y extraña a su madre que en paz descanse.

Consentidoras, cariñosas, defensoras, nos peinaron cuando teníamos tres años, derramaron lágrimas cuando nos separamos, lloraron cuando de nuevo nos abrazaron, y todas y cada una de ellas nos sirvieron los mejores frijoles negros del Planeta.

Y ningún poeta o escritor ha plasmado nada más bello que aquella estrofa que decía: “Cuando una madre da un beso se oye el sonido de dos; porque sobre beso tan santo otro beso imprime Dios”.