Por Esteban Fernández Roig Jr.

 

A finales  de los años 50’s éramos unos niños divirtiéndonos, jugando, mataperreando, estudiando. Yo ni sabía lo que quería decir la palabra “envidia”. De mayor he entendido la envidia contra el millonario, contra el inteligente, contra todo el que triunfa en la vida.

Lo increíble, lo absurdo, lo terrible es que desde 1959 en lo adelante descubrí que existía la envidia de niños contra niños. Inaudito que unos regalos de los Tres Reyes Magos, unas bicicletas, unos patines, unas muñecas, producía felicidad y alboroto para unos, mientras que otros derramaban lágrimas de impotencia y resquemor.

¿Cómo imaginar que el niño limpiabotas que traté de igual a igual -y hasta lo creí mi amigo- el cuatro de enero del 59 vestido de verde olivo me insultó?

¿Qué culpa teníamos, cual era nuestro delito? ¿Era (o nos quisieron hacer creer que era) un crimen que nuestros padres hicieran mil sacrificios para comprarnos unos humildes obsequios?

Recuerdo que un muchachito muy pobre del barrio con tristeza me enseñó un 6 de enero un jabón que le habían regalado. Escondido de mis padres le di exactamente la mitad de la ropa y juguetes que recibí.  Parece que no lo agradeció porque durante la zafra del año 61 frente a mi casa paró un camión de cortadores de cañas “voluntarios” y ahí estaba Pepecito berreando: “¡Paredón para Estebita!”

Lo que yo no sabía, y ellos no sabían, era que había un monstruo acechando, que utilizaría esa envidia para adueñarse de un país y los convertiría en esclavos. Los envidiosos se vistieron de milicianos, lo envidiados pitaron para la Yuma.

Ahora viejos, achacosos, sin retiros, sin seguros médicos, están  envidiando a generales, ministros, mayimbes, pinchos y hasta al que le saca el perro a orinar a Díaz Canel …Y si por casualidad usted ve a alguno de ellos de compras en el Sedano, no lo dude está envidiando su casa, su carro y hasta su reloj.