Por Esteban Fernandez

 

Mi adorada madre a toda costa intentaba evitar que mi hermano Carlos Enrique y yo entráramos en las turbias y medicinales aguas de la gloriosa Playa del Rosario después de haber comido algo.

Entre el agua y nosotros se interponía Ana María Gómez, en su muñeca tenía un reloj que observaba repetidamente. ¡Había que esperar tres horas para meterse en el mar!

La más dulce de las mujeres parecía un guardia rural defendiendo una fortaleza. Su única arma era el cinto amenazador.

Siempre parecía ser mi madre la encargada de la disciplina, sin embargo, después aprendí que era el vivo de mi padre dándole cranque y diciéndole : “Ana, no dejes que los muchachos se metan en el agua”...

Hacía una hora que me había servido mi desayuno: Un café con leche, pan con mantequilla, y un panqué que el viejo había comprado el día anterior en el pueblo de Jamaica.

Teníamos que esperar otras dos horas más para poder meternos al agua porque mi madre vivía absolutamente convencida de que eso podía ser mortal e imponía a capa y espada esa regla de oro en la Cuba de esa época…

Yo me sonreía, protestaba y acataba. Y lo cierto era que mi madre llegó a convencerme de ese gran peligro…

Si hubiera sido solamente en la inolvidable playa no hubiera sido nada del otro mundo, pero esa creencia se imponía diariamente en mi hogar durante mi corta vida en Güines.

Desde luego, mami predicaba con el ejemplo. Esperaba tres horas para bañarse después de haber planchado. Y planchaba todos los días.

Cuando llegó la hora de interesarme por el sexo con terror descubrí que para eso también había que esperar las reglamentarias tres horas… En el barrio entero se hablaba de "cientos de casos" de coterráneos que les había dado sirimbas, patatús, por no haber escuchado el sabio consejo de la espera.

Hasta para lavarme la cara tenía que esperar después de haber ingerido un simple biscocho. Al salir de la casa mi padre me dijo: "¡Estebita, no te vayas al Mayabeque, porque  te comiste unas galleticas de soda!" Lo único que se me ocurrió responder fue: “Papi, en San José de las Lajas y en otros pueblos solo esperan una hora” …

Les juro que un día un vecinito me acompañaba a hacer mi diaria tarea de ponerle comida y agua a mi tomeguín y este comenzó a picar el alpiste y después se metió en el agua muy contento y mi amigo asustado me gritaba: "¡Oye, Estebita, se va a morir!"

Al llegar al exilio deseché esa "anticuada creencia", sin embargo, 60 años más tarde, todavía al meterme en la ducha después de haberme comido un caldo gallego me parece que mi madre me va a dar un cintazo.