Por Rafaela Cruz

 

Los déspotas modernos dependen en gran medida de su popularidad relativa y de exhibir resultados económicos para afianzar su legitimidad.

Los déspotas modernos no se basan en la fuerza sino en el control de ideas, por lo que, desde Raúl Castro hasta Vladimir Putin, dependen en gran medida de su popularidad relativa (no tienen que ser muy populares, sino solo más populares que sus alternativas… si es que las dejan existir) con lo que necesitan, considerablemente más que las antiguas dictaduras de terror y sangre, exhibir resultados económicos para afianzar su legitimidad.

Los meses previos a invadir Ucrania, según estudios del eminente estudioso Sergei Guriev, la popularidad de Putin era la menor desde la agonía de los marinos del Kursk a comienzos de su mandato, una situación progresivamente peligrosa debido al estancamiento macroeconómico que impedía medidas de corte populistas para levantaran los índices de aprobación.

El tirano, a sabiendas de que los tiempos económicos son diferentes a los tiempos políticos o militares, y que por lo tanto las consecuencias económicas negativas de la guerra —si las había— emergerían mucho después de que el beneficio político de la esperada victoria hubiese sido cobrado, inició la contienda esperando un repunte de popularidad como el de 2014, cuando los rusos —pueblo patológicamente nacionalista e imperialista— le otorgaron el mayor nivel de aprobación histórica después de la fulminante anexión de Crimea.

La invasión serviría para contentar a las masas, asustar a las exrepúblicas soviéticas centroasiáticas que viven bajo su constante amenaza, recortar libertades civiles y aplastar la oposición interna, y de paso, aumentar los ingresos del Gobierno para reverdecer las cadenas de corrupción que sostienen el modelo ruso. Era una jugada perfecta… si ganaba rápido.

Debido a la enorme dependencia europea de la energía de los Urales, Putin contaba con que Occidente no respondería rápidamente, mientras tanto, su enorme ejercito aplastaría a Ucrania anexándose aquellas regiones fronterizas donde el Kremlin ha estado fomentando una guerra civil durante años. En el ínterin, se dispararía el precio de los hidrocarburos, granos y otras materias primas de las cuales Rusia es productor clave, con lo que la guerra no solo saldría gratis, sino que dejaría pingües beneficios económicos.

Pero por lo que ya sabemos (la unidad de Europa, el liderazgo norteamericano y la resistencia ucraniana sostenida por la OTAN), las cosas se torcieron y Putin, para su evidente sorpresa, se ha empantanado, y si una guerra relámpago la gana quien más armas tiene, una guerra prolongada la gana quien más armas es capaz de fabricar, que no es Rusia con su economía del tamaño de la italiana que exporta solo tanto como Bélgica. En una guerra de desgaste, sencillamente, Rusia no puede ganar. Mientras más dure la refriega mejor será el avituallamiento occidental del frente bélico.

Económicamente, durante 2022 Occidente metabolizó la mayor parte de los costes del conflicto reacomodando sus fuentes de energía, con lo que ya está en fase económica recuperativa —al menos en lo referido a consecuencias de la guerra— mientras Rusia disfrutaba ese año de lo esperado, un repunte inaudito de sus entradas de dinero que le permitieron exhibir una cuenta corriente (exportaciones menos importaciones) superavitaria por más de 250.000 millones de dólares, la mayor de su historia y casi el doble del año anterior. ¿Pero y ahora?

No ha sido hasta diciembre de 2022 que las sanciones directamente apuntaron a las exportaciones rusas de hidrocarburos, con lo que el petróleo ruso está ahora cotizando con un descuento enorme con respecto a cualquier otro, vendiéndose en mercados —India y China—con costes de transacción —transporte, almacenamiento, seguros— infinitamente superiores a los de su antiguo cliente europeo.

Y aunque el PIB ruso no cayó tanto como muchos auguraban, números adentro, la producción ha variado en contra del bienestar de la población pues ahora el crecimiento no se basa en bienes de consumo sino en armamento. Aunque el PIB siga siendo el mismo, se está fabricando menos mantequilla y vodka y más cañones y tanques que en unos meses serán destruidos.

Y ese superávit de 250.000 millones que potenció un rublo extraordinariamente fuerte, refleja que el país, aunque ha exportado más que nunca, no pudo importar de Occidente o Japón, y el dinero efectivo ni se come ni sirve para mantener encendidas las industrias basadas en tecnología de países a los cuales los rusos, ahora, tienen vedado comprar. Aunque de momento el volumen de consumo en Rusia ha bajado solo un 10%, ha caído en picada la entrada de bienes semiterminados, tecnología, know-how, maquinaria y repuestos occidentales de los que dependen la producción rusa, lo que a medio plazo se reflejará en un empobrecimiento progresivo de la población. Se estima que en 2030 Rusia será un 25% más pobre que en 2022.

Para colmo, la segunda industria rusa más famosa y rentable, la bélica, está perdiendo contratos pues sus productos están siendo ridiculizados por un país mucho más pequeño liderado, literalmente, por un payaso. El oso de la Siberia asusta cada vez menos, hasta Hollywood tendrá que inventar villanos más amenazantes para sus películas.

Desesperado —aun cuando los terminales mediáticos de Moscú se vanaglorian de las cifras económicas— porque los ingresos en 2022 subieron mucho pero también los gastos del Estado, Putin ha anunciado una reducción de su producción de hidrocarburos intentando impactar sobre el precio, jugada que en sí misma sintetiza cuán mal le ha salido una guerra que calculaban iba a costearse, precisamente, gracias a que los precios subirían aun con una producción récord.

Mientras tanto China, "aliado" de Rusia, no le envía ni una bala ni un radar, no se inmiscuye (lo cual es extraordinariamente informativo) con lo que el destino del ahora cada vez más impopular exespía devenido en envenenador serial y playboy de las estepas, depende hoy más que nunca de cuanto Europa y Estados Unidos puedan sostener su propio esfuerzo bélico, lo que depende a su vez de que sus pueblos comprendan que es menos costoso, en dinero y vidas, detener a Putin en el Dniéper antes que hacerlo en el Danubio.

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