– 7 DE FEBRERO DE 2021 –

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

El día 25 de enero celebramos la fiesta de la conversión del apóstol San Pablo, a quien conocemos mejor que a los otros apóstoles por sus cartas y la detallada historia de su conversión y apostolado relatados en el libro de los Hechos de los Apóstoles, por su amigo y asistente en el ministerio, el “querido médico” como él llama a Lucas, el evangelista. Con esa efemérides cerramos el Octavario de oración por la unidad de los cristianos, que cada año nos llama a unirnos en oración con todos los que profesan, en distintas denominaciones e iglesias, nuestra Fe común en Cristo Redentor.    

- Hoy el Apóstol nos muestra el aspecto más profundo de su vocación en la segunda lectura del día.   (I Corintios 9, 16-19.22-23): “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” Esta sola frase puede definir la intención del Apóstol en su seguimiento y entrega a Cristo, así como el verdadero espíritu que tiene que animar a todo aquel que quiera responder a la llamada. Anunciar el Evangelio, la Buena Noticia de Jesús muerto y resucitado, es un oficio que honra al apóstol y constituye, en sí mismo, la mayor gratificación; no es nunca una profesión, sino una aventura que se asume a consecuencia de la irrupción del Espíritu de Dios en el alma de todo llamado al apostolado. Todo cristiano recibe, en el Bautismo, ese ímpetu, ese Espíritu que hace de su vida un grito liberador y una palabra viva de Dios.

“El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio”, comienza diciéndonos Job en esa especial oración en la que el santo reconoce su condición humana, probada profundamente en la miseria, esa nueva condición del creyente que, sabiéndose justo y observante de la voluntad divina, se ve probado en la destrucción de su mundo, comenzando con la pérdida de su familia, sus bienes y hasta de los amigos, ahora jueces acusadores del amigo de Dios (Job 7, 1-4.6-7). La vida entera es corta y frágil, donde no se vislumbra el amanecer; pero Job espera y apuesta por la justicia divina; al final, la noche se le tornará día.

En su predicación del Reino de Dios, Jesús realiza gestos eficaces; son curaciones, milagros, como el paso de su persona luminosa que no puede ser ocultada (Marcos, 1, 29-39). En medio del anuncio de la Buena Noticia, que resultará ser El mismo, Jesús va sanando toda dolencia, consolando y, a su vez, apartándose de la multitud para intimar con el Padre, de cuya fuerza extrae su fuerza, de cuya luz El es el reflejo primero, heraldo del nuevo pacto, de un mundo nuevo del cual Jesús y sus discípulos son la avanzada. La suegra de Pedro, curada de la fiebre, se pone a servirles, como primicia de ese nuevo pueblo, de esa nueva creación que desde entonces vive en medio de la creación antigua, renovándola: Es la nueva asamblea de los hijos de Dios; es la Iglesia.