– Domingo 1º de noviembre de 2020 –

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

Hoy celebramos la Solemnidad de Todos los Santos. Esta fiesta tiene su origen en la dedicación del Panteón romano a Santa María y a todos los mártires. A partir de ahí, diversas Iglesias en distintas fechas, empezaron a celebrar la fiesta de todos los Santos. El abad benedictino Alcuino de York la propagó en esa fecha y, en el siglo IX, se extendió por todo el país franco. -Mucho antes que en Occidente, ya en el siglo IV Oriente honraba a todos los Santos; la Iglesia bizantina, en particular, el primer Domingo después de Pentecostés, clausurando con esta fiesta el ciclo pascual.

-Mañana lunes celebraremos la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos, comenzando a celebrarse la misma en el año 988, por prescripción del abad Odilón de Cluny, en todos los monasterios sometidos a su jurisdicción, el día siguiente a la festividad de Todos los Santos. En el siglo XIV, Roma admitió esta celebración. -Así vemos el origen de ambas efemérides, que celebran diversos aspectos de nuestra fe y dan lugar a conmemoraciones devenidas en tradición.

 – En cuanto a la oración por los difuntos: La Iglesia siempre ha tenido especial devoción y dedicación orando por los difuntos y rindiéndoles honor, sobre todo a los mártires, tan abundantes en los primeros siglos de la cristiandad y tan presentes siempre, como una constante en el devenir de su historia. También la devoción a la oración de intercesión por los difuntos forma parte de lo mejor de las tradiciones cristianas y de sus prácticas de piedad.

En (Apocalipsis 7, 2-4.9-14) Juan nos relata la visión de la multitud de redimidos, que “han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero”, en clara referencia a los mártires, cuya sangre, mezclada con la de Cristo (el Cordero) los ha purificado (lavado) de sus pecados.

Los santos son los testigos que han llevado hasta las últimas consecuencias su fidelidad al don de Dios: la Gracia que nos ha sido dada en el Bautismo con la Nueva Vida recibida en él. Esa Gracia es el don gratuito y misterioso, o sea, revelador del Amor que es Dios y de la presencia y acción del Espíritu Santo, que se muestra a través de las obras de los cristianos: los Santos.

En su primera carta (I Juan 3, 1-3) San Juan nos alimenta la virtud de la Esperanza: “Veremos a Dios tal cual es”; y esto será posible, más allá de nuestra vida de fidelidad a nuestra vocación cristiana y de servicio a Dios en los hermanos, por el “amor que nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos”, realidad que experimentamos cada día de nuestra vida guiada por el Evangelio y la Gracia.

(Mateo 5, 1-12ª) “Estén alegres y contentos, porque su recompensa será grande en el cielo”. En las Bienaventuranzas encontramos el “programa del Reino”. No se refiere Jesús en ellas a los mandamientos de la Ley, ni a las virtudes cristianas (teologales y cardinales); se refiere a las actitudes de los redimidos, de los que ya viven la dinámica del Reino, del único Reino de Dios, cuyo reinado impera en aquellos que, habiendo sido llamados, han respondido generosamente a la llamada, a vivir en la Gracia de Dios.

Las Bienaventuranzas destacan las actitudes y disposiciones de aquellos que, siendo elegidos, han elegido a Cristo como Rey, para que su reinado de Justicia, Amor y Paz brille como sacrificio regenerador para todos: para ellos y para el mundo donde día a día ofrendan sus vidas a una con su Señor, el Cordero Inmaculado que ha ofrecido su vida en Sacrificio redentor por todos.