– 11 de octubre de 2020 –

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

Si lográsemos organizar una fiesta, un banquete donde todos los manjares imaginables abundasen, así como los vinos de superior calidad, y pudiéramos celebrarlo con júbilo desbordante y sin límites de tiempo e invitados, sentiríamos que estamos celebrando la fiesta perfecta y que ya estamos en el cielo; y tendríamos razón, porque esas condiciones no serían posibles en la tierra: Celebrar sin sombra de tristeza, ni de preocupaciones, sin límites y todo gratis.

Esa es la imagen que nos dibuja Isaías en la primera lectura de hoy (Isaías 25, 6-10ª). En este banquete que anuncia el Profeta se inspira la parábola con la que Jesús anuncia a los judíos que el Evangelio será predicado a los despreciados y a los extranjeros, ya que los primeros convidados declinaron la invitación (Mateo 22, 1-14). El pueblo elegido en la antigua alianza (el pueblo de Israel) será sustituido por convidados de todos los pueblos y razas, y todos entrarán al banquete sin méritos y sin otra condición que la de haber sido invitados.

Nosotros, con nuestra experiencia terrena y tras la pérdida de sensibilidad que el pecado, corruptor de todo lo bueno en el hombre, nos ha dejado, seríamos incapaces de imaginar ese mundo nuevo del que Jesús es la avanzada. Al llamar a sus discípulos Jesús está iniciando un nuevo pueblo y formando una nueva relación, que resultará en su Iglesia, su asamblea de redimidos por su sangre, gratuitamente. Pero es necesario el traje de fiesta, que es el símbolo de la acogida de esa gratuidad, de haberse dejado transformar, al ser invitados, por el don del amor y del perdón.

Al final, todo es producto de la gracia de Dios y “gracia” quiere decir “gratis”. No nos engañemos, todo será sin mérito nuestro, todo será gracia. Pero, al vestirnos con el traje de fiesta, hemos aceptado participar en algo totalmente nuevo y cooperar con Dios en ese cambio interior e imprescindible que, pronto, se mostrará en las obras de nuestra vida nueva, la que hemos comenzado al aceptar la invitación. La cultura contraria al banquete se muestra en el rigorismo de los jefes de Israel, en la religión oficial. También nosotros, cristianos, podemos caer en esa visión distorsionada y materialista de los oficiales del Templo y de la Ley de tiempos de Jesús. No olvidemos, sólo la gracia sana y salva.

Para San Pablo, Cristo es toda su vida. Sea en libertad o en prisión, lo que cuenta para él es Cristo: Sólo entrando en el corazón del Apóstol podremos comprender la frase con que hoy nos resume su vida: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”. (Filipenses 4, 12-14 . 19-20). Por eso es San Pablo quien mejor ha podido enseñarnos el misterio de la gratuidad de la salvación.