– 7 de julio de 2024 -.

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

El evangelio de este domingo nos llama a ejercer la virtud de la objetividad, tan humana que con frecuencia se desvirtúa en la práctica debido a nuestra misma condición; ya que la fragilidad adquirida por el pecado (el original y el común, que tanto nos condicionan) nos impulsa con demasiada frecuencia a una actitud contraria a la objetividad e, incluso, a nuestra propia conveniencia. Con frecuencia nos vemos rechazando emocionalmente una gran verdad o, simplemente, una verdad objetiva, por sernos difícil aceptar al mensajero de esa verdad: sea un amigo o un ser querido y de nuestra propia familia; sea un maestro escolar o un predicador de la Palabra, o un profesional de la política, tan omnipresentes, estos últimos, en nuestros días.

Hoy el evangelio no muestra cómo, al mismo tiempo que la doctrina de Jesús y sus milagros suscitaban  admiración en las muchedumbres, sus conciudadanos se endurecían en la incredulidad (Marcos 6, 1-6).

De la misma manera el pueblo de Dios había resistido con frecuencia a su Señor, como podemos ver en la primera lectura profética (Ezequiel 2, 2-5). Esta primera lectura, en el tiempo ordinario, suele ser escogida como anuncio e introducción al tema central del evangelio del día, en el cual podemos encontrar diversos asuntos, que también pueden ser seleccionados para la predicación del día; hoy, evidentemente, la elección se centra en el rechazo de Jesús y de su mensaje, incómodo y vinculante a la vez cuando se trata de la llamada a la conversión.

La respuesta a la llamada a la conversión que, en el lenguaje y camino cristianos, siempre nos orientará a Cristo, podemos verla hoy en el testimonio del apóstol San Pablo hacia el final de su segunda carta a los corintios (II Cor. 12, 7-10): el Apóstol, aun cuando había sido objeto de excepcionales revelaciones por parte del Señor, no por eso sentía menos intensamente su debilidad; esta debilidad es la que le lleva a ponerse por entero en manos de Cristo. Pienso que es casi imposible encontrar un ser humano que se atreva a presumir de sus debilidades con verdadera humildad y no como recurso retórico; toda la vida de Saulo de Tarso después de conocer a Cristo en el camino de Damasco, fue una vida de seguimiento humilde al Maestro y de entrega generosa sin límites a la misión que Cristo le encomendó.

Hoy somos llamados de nuevo a optar por Cristo, a escogerlo como Maestro y Señor con un espíritu de humildad; sólo en ese espíritu podremos seguirlo desde una opción de sabiduría, con auténtica humildad y con la generosidad que su amor suscita en los que creen en El.