– 23 de junio de 2024 -.

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

“El amor de Cristo nos apremia”, nos revela San Pablo en la segunda lectura de este domingo. Es ese amor, que Pablo conoció y experimentó en el camino de Damasco y que nunca lo abandonó, el que impulsa siempre a la Iglesia y la mantiene a flote, como esa pequeña barca que encontramos hoy agitada por el viento en el mar de Galilea. La alegoría de la barca, como figura de la Iglesia, encuentra en este evangelio su fundamento; no es una mera imagen romántica, sino que el mismo Jesús quiso presentárnosla como una parábola viviente de su Cuerpo encarnado en el Pueblo de la Nueva Alianza, el nuevo Pueblo de Dios, La Iglesia de los Apóstoles y los Mártires, La Iglesia de Cristo: Hogar de acogida, crecimiento y salvación para el género humano, débil y pecador, pero siempre amado por Dios, su Creador.

La primera lectura (Job 38, 1.8-11) y el Salmo Responsorial (106) muestran el temor que inspiraba a los antiguos el mar tempestuoso; en la lectura del libro de Job, Dios, hablando desde la tormenta, le recuerda a su siervo Job que El es el único dueño de la creación. – Jesús calma la tempestad con su poder divino (Marcos 4, 35-40); se trata también de una imagen de la Iglesia, pequeña nave zarandeada por la historia, que transporta la presencia latente pero eficaz del Señor. – Juzgándola a partir de referencias y aspectos meramente exteriores Pablo había perseguido a Cristo en su Iglesia; pero Cristo le revela su amor y su propósito al llamarlo a ser su Apóstol, transformándolo con la luz de la fe, que Pablo acoge en espíritu de humildad y obediencia (II Corintios 5, 14-17); este amor, que ha hecho de él una criatura nueva, le confiere una visión renovada del mundo: “Lo viejo ha pasado, ha llegado lo nuevo”, en una reflexión de su condición post-bautismal; es la nueva condición que nos asiste a todos los bautizados, iluminados por Aquel que es la Luz del mundo.

Muchas veces nos impresionan más las acciones milagrosas de Jesús que, naturalmente, nos impiden penetrar en la profundidad de su significado. Hoy vemos en el relato evangélico una señal grande y majestuosa, pero la misma nos invita a reflexionar más bien en el sentido que Jesús le da a su acción: apela a nuestra fe. La fe es don de Dios, pero requiere un cultivo y una respuesta constante de quien la recibe; diríamos que la recibimos pequeña, como una débil planta, para que la hagamos crecer con nuestro esfuerzo y sacrificio, haciéndonos merecedores del don que, sin embargo, recibimos gratuitamente. Siempre estaremos llamados a vivir y actuar en la fe que hemos recibido, como si todo dependiera de nosotros; sabiendo que, en realidad, todo depende de Dios. Ese es el modo divino de obrar y nosotros estamos asociados a Dios en su obra.