– 3 de marzo de 2024 –

“Domingo de Moisés”

Padre Joaquín Rodríguez

 

 Queridos hermanos:

El templo, la adoración y la santificación del Hombre son realidades íntimamente relacionadas en el lenguaje espiritual al que se refieren, para conducirnos a una relación con el misterio de Dios, a quien adoramos, y de su plan de salvación, realizado en Cristo. Cuando el sacerdote llega al altar para celebrar la Acción de Gracias, el misterio Eucarístico, venera el altar besándolo. Ese primer gesto de la celebración de la Misa significa que el Altar, la mesa de la Cena, representa el Calvario donde Cristo murió ofreciendo su vida por nuestra redención y, a su vez, representa el Cuerpo de Cristo resucitado; de modo que cada Eucaristía actualiza el misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado, que se nos da en comida y bebida de salvación en la Cena Eucarística: en la Acción de Gracias al Padre.

Dios suscitó a Moisés para promulgar su ley al pueblo que había escogido para sí; esa ley se puede sintetizar en estas palabras: “Yo soy el Señor” (Éxodo 20, 1-17). En el camino de la Cuaresma Moisés representa la etapa del Éxodo, de aquella Pascua que fue figura de la cumplida en Jesús y de aquella salida de la esclavitud que profetizó la ascensión de Jesús de este mundo al Padre y nuestra propia liberación del pecado y de la muerte. El evangelio de hoy anuncia e interpreta el misterio pascual de Jesucristo; leemos hoy la profecía de Jesús sobre su muerte y resurrección, comparando su cuerpo con el templo de Jerusalén, de modo que la Pascua sea la consagración de un templo espiritual nuevo y definitivo (Juan 2, 13-25).

La segunda lectura hoy nos sirve de enlace entre la Ley de Moisés, quien nos muestra a Dios en su señorío sobre toda la creación, y que reclama su derecho en el culto que el hombre siempre le debe como miembro del mundo creado y en su vocación a adorarlo sólo a Él. Nos dice el Apóstol: “Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo: fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (I Corintios 1, 22-25). Jesucristo es, por lo tanto, el verdadero y definitivo templo de Dios vivo en su santa humanidad; Él vino en humildad y con el escándalo de la cruz; la señal auténtica de su misión será su propia resurrección de entre los muertos.