– 30 de agosto de 2020 –

Padre Joaquín Rodríguez

 

“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. En esta frase, queridos hermanos, se resume la invitación de Jesús a todo el que quiera ser su discípulo. En realidad, esta llamada tan exigente y que requiere del que es llamado una renuncia tan radical, la hemos recibido todos los cristianos y está dirigida, también, a todos los hombres. El nos invita y, si aceptamos la invitación, nos exige tomar la cruz. Solemos desviar la exigencia idealizando, a nuestro modo, tanto la llamada como la respuesta: Más bien interpretamos la invitación como “cargar SU cruz”, y eso nos sirve muchas veces de excusa para no tomar en serio y todo el tiempo esa invitación.

No nos invita Jesús en primer lugar a tomar su cruz, sino la nuestra. La nuestra será más pequeña y liviana, pero será la que El quiera darnos y que contiene la fuerza y el consuelo de la suya; pecaríamos de presunción el pretender llevar la Cruz de Cristo, así sin más. No se trata, pues, de un mero símbolo, sino de una auténtica vocación que conlleva en sí misma una misión. El discípulo debe imitar a su Maestro, e imitarlo en todo: En la entrega, en la renuncia, en el aguante, en la perseverancia, en el espíritu misionera, en la Caridad.

En el evangelio de hoy (Mateo 16, 21-27) Jesús anuncia su cercana pasión y Pedro, que en el evangelio del pasado domingo, movido por la revelación del Padre, confesaba a Jesús como Mesías, hoy reprende al Maestro quien lo llama “Satanás” (o sea, “Tentador”). Ciertamente, el sacrificio y la humillación no estaba en los planes de Pedro y los demás.

El seguimiento a Cristo requiere ser siempre su discípulo y reconocer con humildad que nunca lo sabremos todo de El, como tampoco lo sabremos todo de nosotros mismos. El enigma de nuestra humanidad y el de Su divinidad siempre nos mantendrá ocupados en una tarea de constante descubrimiento y conversión, necesaria si queremos mantenernos perseverantes en Su Camino que, desde que lo escogemos, es nuestro Camino y nuestra Vida.

En el profeta Jeremías, angustiado por las contradicciones, descubrimos un anuncio del Cristo doliente (Jeremías 20, 7-9). El destino de todo profeta es ser apasionado por la Palabra de Dios, que es para él a la vez: seductora, comprometedora y fuego ardiente; pero, también, motivo de oprobio y persecución.

El apóstol San Pablo (Romanos 12, 1-2) nos recuerda, en su visión y vivencia de la plenitud de la vida en Cristo, que toda la vida cristiana es una liturgia: en la que ofrecemos a Dios nuestras personas como sacrificio; glorificándole en todas nuestras obras. -En un mundo tan ambicioso y edonista como el presente, estas exigencias nos convierten, a los que queremos ser fieles, en blanco de escarnio, pero también, en sacrificio ofrecido para gloria de Dios y manifestación de su Reino.