– 1º de octubre de 2023 -.

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

En el ámbito de la Fe los cristianos entendemos la obediencia en dos dimensiones que, a su vez, se corresponden una a la otra: La obediencia “a Cristo”, pues a Cristo pertenecemos por vocación y por elección; esto es, por su llamada y por nuestra decisión de seguirle. La otra dimensión consiste en la obediencia “en Cristo”; ésta nos transforma, al situarnos en la nueva condición que procede del Bautismo, en el cual hemos sido “configurados” con Cristo y hemos sido adoptados por el Padre como hijos en su Hijo Predilecto que es Jesucristo nuestro Señor.

El tema central en el evangelio de hoy trata precisamente de la obediencia que, como hijos, debemos a Dios. Pudiéramos entender mal el asunto de la obediencia y quedarnos en la actitud adolescente del rechazo a la autoridad que, de pronto, percibimos como limitante de nuestra libertad; pudiéramos también entender la obediencia desde la madurez adulta que, una vez superada la etapa pasajera del crecimiento en el ámbito moral y en la formación de nuestro carácter, nos permite abrazarla con espíritu de entrega a la voluntad divina de la que no dudamos y que experimentaremos siempre procedente del Amor, de esa fuente inagotable del Amor que es el mismo Dios.

Después de la triunfal entrada de Jesús en Jerusalén, Mateo nos introduce a una serie de parábolas que denuncian el rechazo de Cristo por los fariseos, letrados y sacerdotes de la ciudad santa. La primera es la de los dos hijos, que leemos hoy. En el primero, que obedece sólo de palabra, están representados los jefes de Israel, mientras que en el obediente después del rechazo inicial son alabados los pecadores que se convirtieron y siguieron a Jesús (Mateo 21, 28-32). La justicia de Dios aguarda siempre el arrepentimiento del pecador (Ezequiel 18, 25-28).

En su epístola a los filipenses San Pablo recoge un himno de la liturgia cristiana primitiva en que se ensalza a Cristo, humillado hasta la muerte y glorificado por el Padre; los cristianos han de sentir como el Señor, imitando su ejemplo de humildad para mantener la unidad, don divino y distintivo de su condición de miembros de Cristo.  (Filipenses 2, 1-11).