– 9 de agosto de 2020 –

Padre Joaquin Rodriguez

 

Queridos hermanos:

Sería improcedente compararnos con Dios, equiparando la criatura con su Creador. Sin embargo Dios se hizo cercano al hombre, dándose a conocer al “pueblo que El se escogió entre todos los pueblos”, a Israel; a ese Pueblo le reveló su amor de predilección y para él fue Padre, y le mostró su corazón, y le dio una misión para que lo diera a conocer entre todos los pueblos. -En Jesucristo esa cercanía se hizo patente y la extendió a toda la humanidad, y nos llamó hijos, hermanos y amigos.

En el Horeb, el monte en que Dios se reveló a Moisés, Elías va al encuentro del Eterno. El viento fuerte, el terremoto, el fuego, preparan ante el Profeta el paso del Señor, pero no se confunden con su presencia. Esta es de otro orden, asimilable al murmullo de una suave brisa, casi imperceptible, pero penetrante y eficaz. (I Reyes 19, 9ª. 11-13ª).

Al descubrir que Jesús es el Todopoderoso, los Apóstoles se postran sobrecogidos de miedo. Antes de poder asimilar la experiencia reveladora de la divinidad del Maestro, creen y se postran en adoración. Lo han visto caminar sobre las aguas, Pedro ha ido hacia El, pero se hunde al vacilar; y Jesús calma la tempestad (Mateo 14, 13-21).

En el transcurso de su discipulado, los apóstoles deben descubrir el modo divino de vivir la naturaleza humana en Jesús. Solamente en la experiencia pospascual, que les ha sido anticipada en este hecho, podrán integrar entendimiento y contemplación: los dos pasos necesarios en el discernimiento de la Fe. La Fe es don de Dios, pero también requiere el esfuerzo del discernimiento del hombre que la recibe, la acoge y se compromete. Al final, prevalece la relación de amor sobre las leyes de la naturaleza y de la lógica de este mundo.

En Pedro, el discípulo, pero también La Roca, todos hemos sido llamados a la amistad con Cristo, todos debemos hacer la experiencia de la confianza absoluta en su amor. Esto nos permitirá “ir hacia El caminando sobre el agua”. En Pedro, en su barca, Jesús nos invita a desafiar las tormentas, a ser la Iglesia del amor y la confianza en el Señor que nos llama y nos toma de la mano.

En (Romanos 9, 1-5) comienza la sección de esta carta dedicada a explicar el enigma de la infidelidad de Israel a Jesucristo. No hay contradicción entre las promesas de Dios a su Pueblo elegido y el plan de salvación realizado en Cristo. El Apóstol sufre en su carne la infidelidad de su pueblo y se ofrece, como Jesús, por sus hermanos de raza y de elección.