– 16 de abril de 2023 -.

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

Este segundo Domingo de Pascua completa y cierra la primera etapa del ciclo de la Resurrección de Cristo, que la Iglesia celebra cada Día del Señor, y que acabamos de conmemorar solemnemente en la Semana Santa. Se trata de la Octava de Pascua, domingo primordialmente bautismal, realidad que nos recuerdo su nombre venido desde la antigua cristiandad que lo ha llamado Domingo “in albis”, por las túnicas blancas que los neófitos llevaban hasta ese día. En tiempos más recientes el Papa San Juan Pablo II ha querido añadirle el título “de la Misericordia”, apoyándose en la oración Colecta de la Misa y en la referencia de la segunda lectura del Apóstol Pedro. No hay dudas de que es la Misericordia de Dios, su Amor desbordante y compasivo, lo que hace la diferencia en nuestras vidas al ser arropadas en el perdón regenerador que nos ha traído Cristo en su misterio redentor, completado en su Pasión y Muerte de Cruz.

Cristo resucitó y, por medio del bautismo, nosotros resucitamos con El. Este doble aspecto del mensaje pascual llena la liturgia de la octava de Pascua, cuyo último día es hoy, a un mismo tiempo recuerdo semanal de la Pascua del Señor y anticipo del día de la eternidad, que se abrirá al término de la sucesión de las semanas. El relato de la aparición de Cristo a los diez apóstoles, y luego a Tomás, muestra aquí su luz y su certeza, a la vez que expresa por boca del mismo Apóstol la fe de todas las generaciones cristianas: “Señor mío y Dios mío”.

Las lecturas que hoy proclamamos evocan a la vez la resurrección de Cristo, que se manifiesta a sus Apóstoles (Juan 20, 19-31), y la vida de la comunidad cristiana al día siguiente de Pentecostés: comunidad de fe, comunidad de vida y comunidad de oración, que alcanza su plenitud en la fracción del pan (Hechos 2, 42-47). La comunidad cristiana, lo mismo hoy que ayer, precisamente por tener asentadas sus raíces en la fe y en el amor, es una comunidad que exulta de gozo, aun en medio de las más duras pruebas (I Pedro 1, 3-9).

Todos somos, en alguna manera y por el Bautismo, “recién nacidos”; todos tenemos necesidad de comprender mejor “que el bautismo nos ha purificado, que el Espíritu nos ha hecho renacer y que la sangre nos ha redimido”.