5 de febrero de 2023

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos hermanos:

Continuando el “sermón de la montaña” al que entrábamos el pasado domingo por el camino de las Bienaventuranzas. Hoy nos vemos urgidos al testimonio y la acción apostólica en una lectura evangélica que nos envía a ser “sal de la tierra y luz del mundo”, con las consecuencias inmediatas en la predicación del Maestro que, en el mismo envío, nos advierte la necesidad del compromiso (Mateo 5, 13-16). El compromiso, en este caso, nos lleva a considerar que, si no salamos ni alumbramos, nuestra misión está fracasada desde el comienzo. Y la misión del cristiano fracasa cuando el propio mensajero es incapaz de vivir el mensaje que lleva. La sal hace referencia a la eficacia y a la capacidad de prevenir el mal, en uno mismo y en los otros; en definitiva, nos advierte que nuestra vocación es a la santidad. La luz nos habla de la expansión del mensaje que, además y para ser transformante, tiene que ser realista, sin perder el ideal de la meta, que es el mismo Cristo.

El Evangelio apunta siempre a la transformación de toda la persona que lo recibe, pero ésta debe recibirlo también con un nuevo espíritu y un deseo de iniciar una nueva vida. Al final descubrimos que esa meta que perseguimos, ya sea en la posición del misionero o en la del destinatario receptor del mensaje, es el mismo Cristo que envía y que, a su vez, se da a sí mismo en cada paso de la acción misionera; en cada paso de esta acción descubrimos también inevitablemente la presencia vivificante del Espíritu Santo.

La doctrina del Antiguo Testamento, esbozada hoy en la primera lectura (Isaías 58, 7-10), nos presenta, una vez más, la predilección de Dios por los pobres. Las obras de misericordia han sido parte importantísima de la Revelación, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo. Dios nos revela por las palabras del Profeta que, socorrer al necesitado es una tarea luminosa; si no la practicamos no lograremos ser esa luz que debe brillar en medio de las tinieblas del mundo. No olvidemos que las tinieblas representan el mundo que no es de Dios; sólo Cristo puede disiparlas.

San Pablo, al recordar a los fieles de Corinto su humilde condición, se presenta a sí mismo como un hombre carente de recursos humanos y débiles; su fortaleza radica en el mensaje de la Cruz, no en la sabiduría de los hombres. Sólo en Cristo crucificado está la salvación (I Corintios 2, 1-5).