– 6 de noviembre de 2022 -.

Padre Joaquín Rodríguez

 

Queridos Hermanos:

“Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos”: Las palabras de Jesús con que culmina la lectura evangélica de hoy (Lucas 20, 27-38) nos llaman a considerar qué concepto tenemos de la vida eterna, de la cual no tenemos experiencia actual; sólo la fe iluminada por la Palabra de Dios nos posibilita considerarla como real y meta de nuestra vida terrena, la única que conocemos por experiencia propia.

Para Dios “todos están vivos” nos dice Jesús en el mismo pasaje, y nos refiere a los patriarcas del Pueblo Elegido, los Padres de la fe, vehículos de la revelación del “Dios de vivos”. No es un juego de palabras a lo que apela Jesús, sino a la verdad de Dios, fuente de vida, de toda vida, de la cual participamos y en la que hemos sido creados a su “imagen y semejanza”.

Jesús afirma con claridad en el evangelio, en contra de determinadas corrientes de pensamiento judío, que los muertos resucitarán, remontándose al más antiguo testimonio de Moisés, testimonio que contradecía la creencia y enseñanza de los Saduceos que detentaban el sacerdocio levítico y el monopolio del culto oficial y del Templo de Jerusalén. – Esta misma fe en la resurrección era ya la que mantenía firmes bajo la tortura a los siete jóvenes judíos -hacia el año 68 a.C.- cuyo martirio recoge la primera lectura (II Macabeos 7, 1-2.9-14); la mayoría del pueblo judío seguía esta doctrina, sustentada y enseñada por los fariseos.

El ejemplo retorcido que los saduceos ponen a Jesús en su intento de ridiculizar la fe en la resurrección, se apoya en la ley del Levirato; revelando esta pregunta la mentalidad puramente temporal y materialista de los saduceos. Esa misma mentalidad prevalece en el mundo presente, incluyendo una buena parte del mundo que llamamos cristiano, pero que podría definirse como pos-cristiano y nada permeado por el espíritu de la fe y los dones sobrenaturales.

La expresión “fin de los tiempos” debemos entenderla en un sentido mucho más amplio que el de nuestra experiencia del tiempo presente, deudora de nuestras propias limitaciones y experiencias, que pretende ser un lenguaje necesariamente temporal, llamado a expresar realidades extra-temporales o, mejor, sobrenaturales; sólo podemos aproximarnos a esos conceptos con nuestro leguaje y mentalidad, siempre limitados y limitantes.

En la epístola (II Tesalonicenses 2, 16-3, 5) nos encontramos con un San Pablo abrumado por la perversidad de sus enemigos, pero confiado en Cristo. Los cristianos no hemos de sentir temor ante el fin de los tiempos, lo importante es tener la fuerza de Dios que nos haga capaces de “toda clase de palabras y obras buenas”. El martirio sólo se entiende y se acoge en la perspectiva de la fe y desde una íntima unión con Cristo, el Testigo del Amor de Dios.