Padre Joaquín Rodríguez

10-23-22

 

Queridos hermanos:

¡Cuánta sabiduría encontramos en la sentencia final del evangelio de este domingo!  (Lucas 18, 9-14): “todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. No en balde la liturgia de la palabra de hoy comienza con un texto tomado del libro del Eclesiástico, uno de los sapienciales del Antiguo Testamento y cercano en el tiempo histórico de Jesús (Eclesiástico 35, 15b-17.20-22ª). La humildad agrada a Dios, y no es que Dios se empeñe en contradecirnos; porque no es precisamente la humildad la virtud que más apreciamos, al menos en la práctica y realidad de la vida.

Quizás hablemos de la humildad en teoría y reconozcamos que los verdaderamente humildes son mucho más asequibles y tratables que los que no lo son; pero también una persona humilde suele ser más sincera y eso no agrada mucho en nuestro mundo, más bien nos trae problemas y rechazo. De todos modos, Dios, en el Antiguo Testamento, suele hablar, por los profetas, en favor del pobre, eligiendo como predilectos a los desvalidos, al pobre y a la viuda. Jesucristo no hará sino ampliar el alcance de esa opción siempre que, en sus opciones y enseñanzas, insista en que son los predilectos de Dios, y nos dará las Bienaventuranzas como programa del nuevo reinado de Dios, del Reino de los Cielos en su plenitud que es la venida del Hijo de Dios a redimirnos del pecado y a librarnos de la muerte eterna.

La bien conocida parábola del Fariseo y el Publicano nos muestra que Dios escucha la oración del pecador. Dios se deja conmover por toda oración que brota de un corazón sincero, pero el corazón humillado del pecador arrepentido es el que prefiere y, por supuesto, rechaza la oración del soberbio que se presenta para alabarse por “cumplir” los preceptos, pero cuyo corazón está muy lejos de Dios. La sinceridad siempre nos llevará a la verdad y la sinceridad ante Dios es la condición necesaria para dejarnos vulnerar por su amor, que siempre se manifiesta en su misericordia, que es eterna.

Las últimas palabras de la segunda carta a Timoteo son como el testimonio espiritual de san Pablo         (II Timoteo 4, 6-8.16-18). Las mismas nos transmiten el último mensaje del Apóstol antes de su martirio: todos le han abandonado, pero se halla con él el Señor que lo colma de fuerza: “He mantenido la fe” y es la Fe que le mantiene sereno y confiado ante la prueba definitiva del testimonio supremo de la muerte por Cristo y su Evangelio.