Por Alfredo M. Cepero

 

A José Luís Díaz de Villegas, patriota incansable, artista sensible y amigo entrañable.

 

Era una vez un barco que surcaba los mares

despeinando las olas y sorteando huracanes.

De piedra lo forjaron del mástil a la quilla

heroicos artesanos de machete y manigua.

Barco con rumbo propio y derrotero fijo,

sin anclas ni cabos que amarrasen su ahínco

de viajes hacia cielos y mares de grandeza,

donde los niños tuvieran el amor por escuela,

las madres el contento de ver hijos adultos

y los hombres sintieran la pasión de ser justos.

Vino entonces el tiempo de los primeros viajes

y trazaron su rumbo distintos capitanes .

Unos de mano férrea apuntaron su proa

hacia puertos de odio donde la noche mora,

cuando el fusil que ruge y la fusta que pega

imponen el poder de la fuerza al poder de la idea.

Otros empuñaron la rueda del timón

con la mano rapaz del tahúr, o el deshonor

de los hijos que cambian la Patria por la bolsa

convirtiendo el deber en estorbo y el placer en axioma.

También sufrimos capitanes del miedo,

de la honradez fingida, de la envidia, el acecho.

Llegó el viento de popa hinchando velas y crujiendo mástiles,

la barca iba saltando sobre las olas gráciles

buscando capitanes que retaran distancias

y surgieron de pronto piratas de la audacia.

Desde horizontes rojos nos llegaron los amos

vestidos con la palma mambisa de los campos.

El capitán era humilde, su lenguaje

tenía la frescura de un agua siempre en viaje,

no hablaba de rencores, no hablaba de sí mismo,

la opresión era el yunque y el pueblo su martillo.

Todos pensaron en el fin de un sendero

de mentira y ultraje, de dolor y atropello.

Más sólo comenzaba la travesía atroz

de un barco hallando noche con la proa hacia el sol.

Era el tiempo del odio cosechado a raudales

y sal era el azúcar de los cañaverales.

Era un ir hacia algo o quizá a la nada,

un marchar adelante por seguir al que manda.

La fiebre colectiva de emoción o efusión

echando por la borda intelecto y razón.

El capitán manejaba su Carta de Traiciones

trazándonos la ruta de los paredones,

y la sangre hecha mares tiñó el casco y la quilla

de un pueblo que no sabe ponerse de rodillas.

Ahora el barco se ha anclado en un puerto distinto

donde amor y amistad son un lujo o un mito.

Hoy los niños son hombres y los hombres son niños,

en la metamorfosis de un sistema maldito

en que Estado es palabra que sintetiza todo:

Es limosna o castigo, canastilla o velorio.

Se detuvo la nave sin cumplir su destino...

¿Dónde está el capitán, el valiente marino

que levante anclas, desenfunde velas

y dispare sin miedo cañones de Ideas?

¿Dónde está la justicia y el amor entre hermanos

y aquel timbre de orgullo de llamarnos cubanos?

Hace falta caminos, pero más caminantes

que no cuenten sus pasos al buscar libertades.

Hace falta soldados, en la mano el fusil

y en la mente el concepto del respeto al civil.

Hace falta el concepto de ser buen ciudadano,

el respeto a la Ley y a su guarda el soldado.

Ya no más el Mesías del Cuartel o la Loma,

el político hábil o el orador de pompa.

Es el tiempo del justo, sin nombre ni renombre;

ahora que se respete la dignidad del hombre.

Que en el frontispicio de la patria pongamos:

«Aquí honramos a Dios y la Ley que acatamos».