Por Ana Salas

La Vanguardia

 

Tras una larga resistencia se suicidaron para no rendirse. Hoy se investiga no ya cómo murieron, sino cómo vivieron los numantinos.

En el siglo II a. C. Roma era la potencia indiscutible del Mediterráneo. Recién derrotada Cartago, al norte de África, los romanos se adentraban cada vez más en la península ibérica y gravaban sus impuestos a las tribus celtíberas de la meseta. No había rival capaz de hacerles sombra. ¿O sí? Una pequeña ciudad celtíbera de unos mil quinientos habitantes mantuvo en vilo al Senado durante veinte años de escaramuzas. Desde entonces utilizamos la expresión defensa numantina para referirnos a cualquier situación en la que el débil se opone al fuerte hasta las últimas consecuencias.

Para que Numancia se convirtiera en el paradigma de la resistencia heroica hicieron falta algunas casualidades. La primera, que sus vecinos de Segeda decidieran fortificarse. Los romanos lo tomaron como una provocación y los segedanos, que tenían su muralla a medias, corrieron a refugiarse tras los muros de Numancia. La segunda, que el ejército romano –abrumadoramente superior al celtíbero– contara con diez elefantes.

Publio Escipión el Africano obligó a todos, desde soldados a generales, a dormir en el suelo.

Bastaron unas cuantas pedradas para que uno de los animales enloqueciera y sembrara la confusión, ocasión que los numantinos aprovecharon para contraatacar. Roma perdió miles de soldados. El 23 de agosto, fecha de la batalla, pasó a considerarse un día aciago. Desde entonces, Numancia fue un punto negro en el mapa expansionista de la República. Cinco cónsules fracasaron en sus intentos de conquista, los tres siguientes ni siquiera se atrevieron a acometer el asalto.

Por fin, el Senado decidió enviar a una leyenda viviente: Publio Escipión el Africano, el célebre destructor de Cartago. Más astuto que sus predecesores, Escipión arrasó primero a los aliados de Numancia para que la ciudad se quedara sin suministro de provisiones. Luego devolvió la disciplina a las tropas: expulsó a prostitutas y adivinos, requisó veinte mil pinzas de depilar y otros objetos de lujo y obligó a todos, desde soldados a generales, a dormir en el suelo.

Una vez tuvo a sus hombres en forma, les hizo construir en menos de tres meses una imponente obra de ingeniería bélica, concebida para que nadie pudiera escapar de Numancia. Rodearon la ciudad con una muralla y un foso de nueve kilómetros de perímetro. Unas trescientas torres de vigilancia, equipadas con catapultas, controlaban a los sitiados. Alrededor de la muralla se instalaron siete campamentos y dos fortificaciones. En el río, una cadena con púas cortaba el paso a barcas y nadadores.

Los numantinos burlaron el cerco solo una vez. Un jefe llamado Retógenes partió, con diez de sus guerreros, a pedir ayuda a otras ciudades de su tribu. Fue en vano. Nadie se atrevió a plantar cara a Escipión, salvo 400 jóvenes de Lutia. Pero los viejos de esta ciudad, temerosos de los romanos, denunciaron a los rebeldes y permitieron que les cortaran las manos como castigo. No había salvación para Numancia.

La ciudad se rindió en el verano de 133 a.C., tras once meses de aislamiento. El hambre había diezmado a la población, que, según la leyenda, se alimentó de carne humana. Muchos numantinos prefirieron poner fin a sus vidas y a las de sus familias antes que caer en manos de sus enemigos. El resto pasó a la esclavitud. Cuentan las crónicas que los romanos incendiaron las casas y sembraron de sal los campos para volverlos yermos.

Las primeras décadas del siglo XX fueron los años dorados de la arqueología numantina.

Pero la arqueología sugiere que, en realidad, Numancia no tardó mucho en ser reconstruida y que siguió habitada por lo menos hasta la época visigoda (entre los siglos V y VIII). La cultura celtíbera se fundió lentamente con la romana, como demuestra la cerámica que se conserva, decorada con figuras geométricas y escenas cotidianas. Aquí es donde empieza la otra fascinante historia de Numancia: la de sus restos arqueológicos.

En busca de la ciudad

Hasta el siglo XVIII los eruditos no se pusieron de acuerdo sobre la ubicación de Numancia. Unos la situaban, acertadamente, cerca de Soria; otros dieron crédito durante siglos a un rumor medieval que la localizaba en Zamora. Las excavaciones en el actual yacimiento no comenzaron hasta el siglo XIX, coincidiendo con el auge de la arqueología romántica en toda Europa.

A estos primeros arqueólogos, la pasión por la leyenda les impulsaba tanto o más que el amor a la ciencia: buscaban, sobre todo, armas e inscripciones, objetos que confirmaran la heroicidad de los antiguos numantinos. El mito de Numancia era tan intocable que condicionó la mirada de estos científicos, llevándoles, a veces, a conclusiones precipitadas o erróneas. Las primeras décadas del siglo XX fueron los años dorados de la arqueología numantina.

La mayor parte de los restos que conservamos se desenterraron en aquella época. Se excavó intensamente con entusiasmo y método, pero ni siquiera aquellos trabajos estuvieron a salvo de interpretaciones ideológicas. En 1905 entró en escena el hispanista alemán Adolf Schulten. Su aportación fue tan fundamental como controvertida. Al cabo de un año de trabajar en el Cerro de la Muela, emplazamiento exacto de Numancia, se le pidió que abandonara el lugar.

La opinión pública no veía bien que un extranjero hurgase en Numancia, a la que consideraban un símbolo nacional sagrado. Sí se le autorizó a buscar restos romanos, ya que a aquellos se les recordaba como enemigos. Schulten pudo así identificar los siete campamentos de Escipión. Entretanto, una comisión de científicos españoles desenterró las ocho hectáreas de la ciudad que hoy están abiertas al público. Tres ciudades superpuestas (una celtíbera y dos romanas) mostraron al mundo sus cimientos, molinos..., pero no su cementerio.

¿Dónde enterraban los numantinos a sus muertos? Se sabe que los celtíberos tenían por costumbre dejar que los buitres devoraran a los guerreros caídos en combate. Pero lo habitual era incinerar y enterrar a los que fallecían de muerte natural. Pese a las cuarenta prospecciones que se hicieron, no había rastro de las tumbas. El gobierno de Miguel Primo de Rivera retiró las subvenciones, y la parte de la ciudad que aún quedaba sumergida no llegó a excavarse.

Tras la Guerra Civil, los libros de historia exaltaron como nunca la epopeya numantina, pero sus ruinas cayeron en el olvido. Durante la posguerra, las ovejas pastaban a sus anchas por el yacimiento. Hasta la década de los sesenta ningún arqueólogo volvió a trabajar allí.

Sus ajuares funerarios incluyen espadas, puñales... doblados para hacerlos inservibles: se ahuyentaba así a los saqueadores.

En 1993 Alfredo Jimeno, desde entonces al frente de las excavaciones, y su equipo descubrieron la necrópolis celtíbera en la ladera sur del cerro. Este grupo de arqueólogos se ha interesado más en la vida social, económica y familiar de Numancia que en su heroísmo legendario. La veintena de tumbas encontradas ha proporcionado valiosa información sobre los moradores de la antigua ciudad.

La composición de sus huesos calcinados ha permitido deducir su dieta, basada, sobre todo, en cereales, bayas y frutos secos. Sus ajuares funerarios incluyen espadas, puñales... doblados para hacerlos inservibles: se ahuyentaba así a los saqueadores. Hoy el yacimiento ha dejado de ser un reducto de investigadores. Se han reconstruido varios edificios (una casa, un templo y unas termas romanas y una vivienda celtíbera) y un fragmento de la muralla de esta tribu, empleando los mismos materiales que los originales.

https://www.lavanguardia.com/historiayvida/historia-antigua/20190724/47309806957/numancia-la-ciudad-que-desafio-a-roma.html